Jesús
les pide que le enseñen «la moneda del impuesto». Él no la tiene, pues vive
como un vagabundo itinerante, sin tierras ni trabajo fijo; no tiene problemas
con los recaudadores. Después les pregunta por la imagen que aparece en aquel
denario de plata. Representa a Tiberio, y la leyenda decía: «Tiberius Caesar,
Divi Augusti Filius Augustus». En el reverso se podía leer: «Pontifex Maximus».
El
gesto de Jesús es ya clarificador. Sus adversarios viven esclavos del sistema,
pues, al utilizar aquella moneda acuñada con símbolos políticos y religiosos,
están reconociendo la soberanía del emperador. No es el caso de Jesús, que vive
de manera pobre pero libre, dedicado a los más pobres y excluidos del Imperio.
Jesús
añade entonces algo que nadie le ha planteado. Le preguntan por los derechos
del César y él les responde recordando los derechos de Dios: «Pagadle al César
lo que es del César, pero dad a Dios lo que es de Dios». La moneda lleva la
imagen del emperador, pero el ser humano, como recuerda el viejo libro del
Génesis, es «imagen de Dios». Por eso nunca ha de ser sometido a ningún
emperador. Jesús lo había recordado muchas veces. Los pobres son de Dios; los
pequeños son sus hijos predilectos; el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de
abusar de ellos.
Jesús
no dice que una mitad de la vida, la material y económica, pertenece a la
esfera del César, y la otra mitad, la espiritual y religiosa, a la esfera de
Dios. Su mensaje es otro: si entramos en el reino, no hemos de consentir que
ningún César sacrifique lo que solo le pertenece a Dios: los hambrientos del
mundo, los subsaharianos abandonados que llegan en las pateras, los «sin
papeles» de nuestras ciudades. Que ningún César cuente con nosotros. JAP
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