Muchas de las personas que comienzan a orar se ponen la pregunta si deben
dar prioridad a la mente o al corazón. Sabemos que naturalmente existen
personas en la que se da una preponderancia espontánea en su carácter de la
parte más cerebral u otras son más emotivas. Como principio cada persona debe orar como es, debe partir
del terreno que tiene, de los talentos que Dios le ha dado. Una persona
más cerebral comenzará su oración dando una cierta importancia a las ideas;
otra más emotiva o afectiva, a los sentimientos del corazón o a los coloquios.
¿Qué es lo más importante?
Lo importante es ponerse en comunicación con
Dios, recibir sus mensajes, gozar de su presencia, de su amor, de su gracia y
disponerse a hacer su voluntad. De
modo ordinario la oración sin embargo comporta un perfeccionamiento del hombre
que lleva a una plenitud mayor y a un equilibrio de la persona. La persona más cerebral deberá aprender a
comenzar a usar más los afectos y las emociones. Esto la ayudará también
en su vida ordinaria a ser más afectuoso y a dar un peso de mayor importancia a
la parte emotivo-afectiva en sus relaciones con los demás. La persona que es poco cerebral podrá
enriquecerse tratando también de fundar su oración no sólo en los sentimientos
o emociones sino también en sólidas ideas tomadas del Evangelio, de los Padres
de la Iglesia, del Magisterio, de los autores espirituales.
La oración hay que hacerla con el corazón y con la mente, más aún con toda
la persona, incluyendo nuestro cuerpo. Es
el hombre entero quien ora, quien se pone en contacto con su Señor y Creador,
con su Padre celeste. No hay una parte que pueda quedarse fuera aunque
ciertamente habrá momentos en que pueda predominar una parte o la otra. En
algunas personas, dado su temperamento, podrán dar de modo natural más espacio
al corazón o a la mente, pero no podrán dejar nunca de lado ni la inteligencia
ni el corazón.
Es el Espíritu Santo quien guía nuestra oración y nos va conduciendo por los caminos que Él quiere, soplando allí donde
misteriosamente Él nos conduce. Para
ello hay que abrir la puerta de nuestra inteligencia para comprender, aunque
siempre de modo limitado, lo que Él nos quiere decir; y también la puerta
del corazón para que se dilate siempre más en el amor hacia el Dios uno y trino
y hacia todos nuestros hermanos sin distinción. PB
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