En
invierno o en verano, en los momentos felices o en los momentos más amargos,
después de una buena acción o cuando nos sentimos heridos por el pecado... A
todas horas, en tantas situaciones de la vida, Cristo está a la puerta.
“Mira
que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Su
llegada, su espera, son mi alegría. ¿Puedo abrirle, puedo dejarle un lugar en
mi alma, puedo pedirle que acepte unos momentos en mi casa, en mi historia,
entre mis platos de colores y mis vasos un poco llenos de cal vieja?
Podemos
cenar con Cristo. Porque Él es el primero en desearlo. Porque vino al mundo
para buscar ovejas perdidas y pecadores entristecidos. Porque desea corazones
generosos que tengan quizá pocas riquezas materiales pero mucho amor y deseos
de entrega. Porque sabe que nosotros le necesitamos como el único Salvador,
como el Mesías, como el Señor, como el Amigo, como el Hijo del hombre.
Podemos
cenar con Cristo. ¿Cómo preparar la casa? ¿Qué hacer con esas revistas que
tanto le entristecerían? ¿Cómo explicarle la terrible historia familiar? ¿Y si
descubre que todavía tengo odios en el corazón? ¿Le haré sentarse en un sofá
que compré gracias a una estafa?
Me
da pena pensar que Cristo pueda ser mi huésped cuando hay tanto desorden aquí
dentro. Me duele no tener una casa preparada. Me entristece ver mi corazón tan
lleno de egoísmos. Me avergüenza recordar lo poco que he hecho por los pobres,
los enfermos, los tristes, los enemigos...
Cristo
sigue a la puerta y llama. Conoce perfectamente mi historia y mi vida. Sabe de
qué barro estoy hecho. Ha seguido cada uno de mis pasos. Me ha visto caminar
muy cerca del precipicio, me ha visto caer en barros miserables, me ha visto
con buenos deseos y pocas realizaciones...
Ahí
sigue, deseoso de que le abra, por fin, mi puerta. Puedo dejarle pasar, puedo
compartirle mi vida, puedo permitirle curar tantas heridas. Puedo, sobre todo,
aprender a amar al sentirme tan amado, tan mimado, por su cariño eterno.
Hoy,
y todos los días en que lo desee, puedo cenar con Cristo y Él conmigo. Basta
sólo con oír su Voz y sentir que me llama, sin gritos, dulcemente, por mi
nombre... FP
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