La
fe, además, es dinámica. No podemos acoger un regalo tan grande sin sentir,
dentro del alma, el deseo de compartirlo a otros. Quisiéramos que familiares,
amigos, compañeros de trabajo, personas que conocemos, puedan abrir sus
corazones, encontrar a Cristo, recibir el don de Dios, dar un sí que les
introduzca en la familia de los creyentes. De este modo, llegarán a ser parte
del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia.
Pero
el mundo ha levantado mil barreras al Evangelio. Unos simplemente no tienen ni
tiempo ni deseos de escuchar la noticia que cambia: Cristo me amó y se entregó
a sí mismo por mí (cf. Ga 2,20).
Otros están aturdidos por los placeres, por las riquezas, por las
preocupaciones de este mundo (cf. Lc
8,14).
Otros
tienen miedo: miedo a ser ridiculizados, relegados, criticados, incluso
despedidos y castigados (cf. Lc 8,13).
Para evitar problemas en este breve tiempo dejan de lado el ofrecimiento más
importante: el bautismo que salva (cf.
1Pe 3,21).
Mientras,
el tesoro sigue escondido en un campo, la perla no ha sido descubierta (cf. Mt 13,44-46). Miles de corazones
siguen tras placeres de espejismo, tras drogas para los corazones o para los
cuerpos. Se dejan atrapar por la avaricia o la soberbia.
¿Cómo
podemos ofrecer el Evangelio? ¿Cómo conseguir que la luz que ilumina a todo
hombre llegue a más corazones (cf. Jn
1,9)?
Ante
nuestra pequeñez, ante la gran cantidad de dificultades, sentimos la urgencia
de rezar a Dios para pedirle que nos haga mensajeros convencidos, enamorados,
coherentes, de su Evangelio. Para suplicarle que nos permita hablar con
nuestros actos, con nuestra integridad, con nuestra alegría, con nuestra
justicia. Para que nos dé fuerzas para que el amor esté siempre encendido, como
lámpara que brilla sobre los techos (cf.
Mt 5,15-16).
Así
será posible que pronto, muy pronto, otros hombres y mujeres puedan confesar
que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre (cf. Flp 2,11). FP
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