Compartir, ayudar y motivar son las prioridades de este blog, tratando de iluminar el camino de nuestros semejantes con nuestra pequeña luz interior, basados en tres pilares fundamentales: "Respeto, Humildad y Honestidad"
jueves, 21 de noviembre de 2024
Día litúrgico: Viernes XXXIII (B) del tiempo ordinario
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Nuestro Aquiles de la Ilíada…
Y
uno de esos errores se demuestra en el portentoso y orgulloso rey de los
aqueos, Aquiles, «el de los pies ligeros» como lo nombra Homero. La obra comienza
con la discusión entre Aquiles y Agamenón. Disgustado el rey de Micenas, roba
la esclava preferida de Aquiles, y éste, en respuesta al ultraje, se niega
junto con sus hombres a seguir luchando contra los troyanos incluso deseando
malos augurios para los griegos.
Los
dioses fueron favorables a los troyanos y, después de muchas pérdidas, envían
embajadas y súplicas a Aquiles para que les ayude, pero se mantiene en su
decisión. Su mejor amigo, Patroclo, pide a su rey permiso para salir a la lucha
y salvar de la muerte a sus compañeros. Pero la desgracia le vino encima, muere
el noble amigo en manos troyanas. Aquiles llora amargamente, se lamenta y entra
en la batalla sólo para vengar la muerte de Patroclo, matando al valeroso
troyano Héctor, y sucumbiendo los troyanos en manos de los griegos.
Esta
epopeya homérica, fue escrita más o menos en el siglo VII antes de Cristo, pero
cuánta actualidad tiene. El orgullo de Aquiles lo hizo cegarse, no ver las
necesidades ni sentir compasión de los demás. El corazón se le endureció y
actuó de un modo impetuoso e irreflexivo haciéndolo perder lo más valioso que
tenía, su amistad. Así, las ofensas y todo aquello que nos afecta nos hace
convertirnos en ese Aquiles, cegado por su orgullo, creando divisiones y
consecuencias que después nos vienen encima.
En
nuestro mundo actual no nos entendemos. Constantemente chocamos con personas
que piensan un poco diferente a nosotros. Discutimos y fácilmente nos
ofendemos. Toda nuestra cultura nos enseña que la ley de vida es la del más
fuerte, que el orgullo de la persona es más importante que el bien o el mal del
otro y como consecuencia, nos permitimos despreciar a los demás.
Por
eso, cuando somos ofendidos, criticados o nos hacen alguna injusticia, damos la
entrada a nuestro orgullo, al rey de los aqueos, cerrándonos en nuestros
motivos y negándonos en la sociedad. Es una postura patética, ya que perdemos
todo lo querido y después nos estamos quejando de sus consecuencias.
Entonces,
¿qué postura tomar ante las ofensas? ¿La de Aquiles? No, porque vemos en
algunos capítulos posteriores de la obra que no comía ni bebía por la pena que
tenía, incluso arrastraba el cadáver de Héctor alrededor del cuerpo de
Patroclo, para consolarse de algún modo, arruinándose la vida, cayendo en una
locura. Así, la verdadera postura que debemos seguir no es otra que la del
perdón.
Muchos
consideran el perdón como un defecto, propio de los bobos o de los ilusos. Y es
todo lo contrario, una virtud propia sólo de un héroe. Un héroe que deja su
amor propio, olvida, y sigue adelante construyendo una sociedad unida en vez de
dividirla aún más. Sí, nos hace héroes porque perdonando nos hace más humanos y
nos va forjando el corazón.
Porque
perdonando a los demás construimos la unidad. Pues todos somos diferentes y vivimos
en convivencia, ofendiéndonos algunas veces, sin querer. Y si nuestro orgullo
persistiera, no existiría la paz ni la concordia. Porque el perdón nos hace
conservar la amistad o los lazos que nos unen por encima de nuestros errores o
faltas involuntarias. Perdonando seremos perdonados. Jesucristo dijo que
seremos medidos por la misma medida con que midamos.
Pero
cuidado, podemos caer en el escollo de querer ser perdonados pero no querer
perdonar. ¿Cómo podremos perdonar, si nuestro Aquiles surge naturalmente?
Primero que nada viendo los modelos, hombres que a lo largo de la historia, nos
han enseñado a perdonar. Como muchos, entre ellos Jesucristo, que aún lo hizo
en la cruz con sus verdugos.
Otro
medio para hacerlo, es vivir con sencillez, comprender que todos tenemos
errores, dificultades, que nos mueven a hacer cosas que no queremos pero que
ofenden a los demás. Comprender, ser sencillos de corazón. Buscar disculpar a
los demás con mis propias justificaciones.
Y
por último poner el amor. Como lo vemos en nuestros padres. Antes las ofensas
de sus hijos ponen el amor. Y así podremos formar mejor la sociedad.
Si
todos diéramos riendas sueltas a nuestro Aquiles, fácilmente terminaríamos en
un mundo en violencia y en guerra. Analicemos nuestra postura: ¿cuál sigo y
cuál debo seguir? Somos dueños de nosotros mismos. Sigamos adelante viviendo el
amor en el perdón. LEP
Tu lo haces posible...
21 de Noviembre - Día de la Enfermería... 02
21 de Noviembre...
Buenos días... 2024-210
miércoles, 20 de noviembre de 2024
Día litúrgico: Jueves XXXIII (B) del tiempo ordinario
El amor que das, regresa...
Música Instrumental de Oro...
Gigliola Cinquetti - Qué tiempo tan feliz...
El vínculo entre las pesadillas y los trastornos inmunes…
Silencio orante en la iglesia…
Por
eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio
orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al
mundo del espíritu, a la gracia que salva.
No
podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para
saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.
Desde
una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para
el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al
respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento
y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la
Eucaristía”.
El
alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:
“¡Qué
amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los
atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo.
Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido
donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios
mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5). FP
Las palabras... 07
20 de Noviembre - Día de la Soberanía Nacional... 02
20 de Noviembre...
Buenos días... 2024-209
martes, 19 de noviembre de 2024
Día litúrgico: Miércoles XXXIII (B) del tiempo ordinario
Himno a la Alegría...
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¿Cuántos problemas de espalda necesitan realmente de cirugía?...
Ocho errores que los católicos debemos evitar como a la peste…
No existen nuevas revelaciones y el canon bíblico
está cerrado. Hay demasiadas personas que quieren ‘aumentar’ las enseñanzas de
Cristo sosteniendo que, como las Sagradas Escrituras fueron ‘escritas hace
mucho tiempo’, estas deberían ser ‘actualizadas’.
Psíquicos y charlatanes de todo tipo difunden sus
supuestas ‘habilidades proféticas’ que al parecer, van en contra de lo que
sabemos de Dios. Nada más lejos de la verdad.
Si estas personas están en lo correcto, ¿por qué el Espíritu Santo le da a cada uno diferentes mensajes? Cristo y su Iglesia no necesitan nada de simples humanos. El mensaje de Cristo es válido y auténtico ayer, hoy y siempre como afirma la cita de Hebreos 13,8.
2.
Puede haber nuevas revelaciones del plan de salvación
No hay y nunca podrán existir nuevas revelaciones
que se añadan a la economía de la salvación. Algunas revelaciones privadas
están aprobadas por la piedad popular (por
ejemplo, Sagrado Corazón, Lourdes, la Divina Misericordia) y otras no.
La clave es si van de acuerdo a las revelaciones originales de Cristo en las Sagradas Escrituras. La gente se coloca en una situación precaria cuando se atreven a juzgar no sólo la Biblia, sino a Dios mismo y Su Iglesia, negando así la Tradición y el magisterio.
Cristo se refiere a sí mismo como Dios
aproximadamente 50 veces en las Sagradas Escrituras. Asimismo, los Evangelios muestran las reacciones de
quienes se oponían a Jesús tras afirmar ser Dios o igual a Dios (por ejemplo en Marcos 14: 61-62).
Si Jesús nunca afirmó a Dios ¿por qué algunas personas se molestaron tanto con Él hace 2000 años hasta el punto de crucificarlo? Cristo fue condenado a muerte porque lo consideraban blasfemo al referirse a sí mismo como Dios.
4.
Todos somos hijos de Dios y por lo tanto, Él debe amar todo lo que somos
Sí. Dios nos hizo a todos. Dios nos ama a todos.
Todos somos Sus hijos. Sin embargo, Él nos llama hacia Sí mismo en un espíritu
de amor y arrepentimiento, pero no todo el mundo está listo y dispuesto a hacer
ese tipo de compromiso.
No se puede decir que somos Sus hijos y al mismo
tiempo negarnos a reconocer nuestra relación con nuestro Padre Celestial (1 Juan 3:10, Rm 8,15, Efesios 2: 1-16).
Dios es misericordioso, pero no todos nosotros queremos ser perdonados, o incluso, pensamos que no hemos hecho nada que deba ser perdonado (1 Juan 1: 8).
5.
Todos adoramos al mismo Dios
Solo existe un Dios único y verdadero porque Él
mismo lo afirmó (Deu 4:39, Isaías 43:11,
45: 5), sin embargo, no todo el mundo lo reconoce. Debe también señalarse
que ninguna deidad pagana ha hecho una afirmación así.
A pesar de que suena políticamente correcto que todas las personas adoran al mismo Dios, es teológica, histórica y antropológicamente incorrecto. Fuera de la tradición judeocristiana, las deidades son impotentes, celosas, caprichosas, comedidas, hedonistas, egoístas, tremendamente emocionales y tiene una débil preocupación por los asuntos humanos. El Dios judeocristiano es el amor mismo. Ninguna otra religión describe su deidad de esta manera.
6. Todas las religiones son iguales
Esta creencia está conectada el punto anterior, y por lo tanto, es incorrecta. Algunas religiones son violentamente la antítesis de todas las demás expresiones religiosas. Algunos requieren el sacrificio humano, conductas inmorales a la que se consideran virtudes o proponen ‘textos sagrados’ que son ilógicos y contradictorios. Es imposible sugerir que todas las religiones son iguales.
Cristo nos dice que Él es el Camino, la Verdad y la
Vida (Juan 14: 6). El Dios
judeocristiano se presentó a su pueblo y les enseña porque los ama (Hechos 4:12). Ninguna otra religión
hace tales afirmaciones. La salvación solo viene de Cristo y no de Mahoma, Buda
o Joseph Smith. El culto le pertenece por derecho solo a Yahvé, que es el gran
YO SOY (Ap 4:11).
Existen diferencias irreductibles entre el cristianismo y el judaísmo como la encarnación, la pasión y resurrección. Podemos extender esta lista de incompatibilidades al considerar las religiones paganas. Sin embargo, muchas demandas éticas a través de las religiones pueden ser iguales o al menos compatibles. Esta no es una extraña coincidencia, por el contrario, si el único Dios está llamando a toda la humanidad, entonces Su marca será dejada sobre varias respuestas a la llamada.
7.
Dios usa a los hombres como ‘ratones de laboratorio’
Dios es omnisciente y sabe lo que vamos a hacer.
Ama nuestra existencia y no nos trata como si fuéramos ‘ratones de laboratorio’.
Dios es amor (1 Juan 4: 8, 16) y por lo tanto nunca podría torturarnos para ver ‘lo que haríamos’. La tentación se encuentra dentro de nosotros mismos y es decisión nuestra seguir la ley de Dios o rechazarla (Dt 30:19).
8. La
Eucaristía es un mero símbolo
Esta es una perniciosa herejía y es bastante
frecuente. ¿Por qué el pan y el vino son ofrecidos en el altar por un sacerdote
como Cuerpo y Sangre de Cristo? Porque Jesús lo dice (Lucas 16).
De hecho, lo reveló a las personas que lo
acompañaban en la sinagoga de Cafarnaúm y un buen número hizo una rabieta.
Jesús preguntó a sus discípulos si también querían dejarlo por hacer tal afirmación,
y Pedro respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:68).
Aparte de lo que Jesús dijo, debe considerarse cómo
los primeros cristianos trataban a la Eucaristía. Para Pablo, es una
celebración con la que se anuncia y actualiza la muerte del Señor hasta su
regreso (1 Cor 11:26).
“El que, por lo tanto, coma el pan o beba la copa
del Señor indignamente, será reo del cuerpo y la sangre del Señor. Por tanto,
examínese cada uno a sí mismo, y coma así el pan y beba de la copa. Porque el
que come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11: 27-29).
La Didajé o enseñanza de los doce apóstoles refleja
este sentimiento: “No permitan que coman o beban de su Eucaristía, a excepción
de los bautizados en el nombre del Señor, porque el Señor ha hablado de esto: -No
den lo que es santo a los perros-” (Didajé
9: 5). AS
Todo es temporal... 03
19 de Noviembre - Día Mundial para la Prevención del Abuso Infantil... 01
19 de Noviembre...
Buenos días... 2024-208
lunes, 18 de noviembre de 2024
Día litúrgico: Martes XXXIII (B) del tiempo ordinario
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Alimentos que estimulan el Cerebro: Secretos para una Mente más aguda…
¿Qué es la Tolerancia?…
¿Qué es precisamente la tolerancia?
Imagínese la
situación de un hombre que tiene dos hijos, uno de principios sanos y voluntad
fuerte, y otro de principios indecisos y voluntad vacilante. Aparece, de paso
por el lugar en que la familia reside, un profesor que dará un curso de vacaciones
extraordinariamente útil a ambos. El padre desea que sus hijos sigan el curso,
pero ve que esto implicará privarlos de varios paseos a los cuales ambos están
muy apegados.
Pesados los pros y
contras, fija su juicio sobre el asunto: más conviene a sus hijos renunciar a
algunas distracciones, por lo demás muy legítimas, que perder una ocasión rara
de desarrollarse intelectualmente. Manifestada la deliberación a los
interesados, la actitud de éstos es varia. El primero, después de un momento de
duda, accede a la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora, suplica a su
padre que cambie su resolución; da muestras tales de irritación, que un grave
movimiento de rebelión de su parte es de temer.
Ante esto, el padre
mantiene su decisión con relación al hijo bueno. Pero, considerando lo que le
cuesta al hijo mediocre el esfuerzo de la rutina escolar; previendo las muchas
ocasiones de tensión que en la vida diaria surgen en las relaciones entre
ambos, para la eventual salvaguardia de principios morales impostergables,
juzga mejor no insistir. Y conveniente en que el hijo no haga el curso.
Actuando así con el
hijo mediocre y tibio, el padre le dio una autorización a disgusto. Un permiso
que no es de modo alguno una aprobación. Un permiso que le fue casi arrancado.
Para evitar un mal (la tensión con el hijo), consintió en un bien menor (las
excursiones de vacaciones), y desistió de un bien mayor (el curso). Es a este
tipo de consentimiento dado sin aprobación, y aún con censura, se llama
tolerancia.
Claro está que, a
veces, la tolerancia es el consentimiento no sólo en un bien menor para evitar
un mal, sino en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el caso de un padre
que, teniendo un hijo que contrajo varios vicios graves y puesto ante la
imposibilidad de hacerlos cesar todos, forma el propósito de combatirlos
sucesivamente. Así mientras procura obstar a un vicio, cierra los ojos a todos
los demás. Este cerrar de ojos, que es un consentimiento dado con profundo
disgusto, busca evitar un mal mayor, es decir, que la enmienda moral del hijo
se torne imposible. Se trata característicamente de una actitud de tolerancia.
Como acabamos de
ver, la tolerancia sólo puede ser practicada en situaciones anormales. Si
no hubiese malos hijos, por ejemplo, no habría necesidad de tolerancia de parte
de los padres.
Así, en una
familia, cuanto más los miembros fueren forzados a practicar la
tolerancia entre sí, tanto más la situación será anómala.
Siéntese mucho la
realidad de lo que aquí está dicho, considerando el caso de una Orden Religiosa
o de un ejército en que los jefes o superiores tengan que usar habitualmente
una tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal ejército no está apto para
ganar batallas. Tal Orden no está caminando hacia las altas y rudas cimas de la
perfección cristiana.
En otros términos,
la tolerancia puede ser una virtud. Pero es virtud característica de las
situaciones anormales, inestables, difíciles. Ella es, por así decir, la cruz
de cada día del católico fervoroso, en las épocas de desolación, de decadencia
espiritual y de ruina de la Civilización Cristiana.
Por esto mismo se
comprende que sea tan necesaria en un siglo de catástrofe, como el nuestro. En
todo momento, el católico se encuentra en nuestros días en la contingencia de
tolerar algo en el tranvía, en el autobús, en la calle, en los lugares en que
trabaja, en las casas que visita, en los hoteles en que veranea: encuentra en
todo momento abusos que le provocan un grito interior de indignación. Grito que
es a veces obligado a silenciar para evitar un mal mayor. Grito que,
entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y coherencia el
manifestarlo.
De paso es curioso
observar la contradicción en que caen los adoradores de este siglo. Por un
lado, elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y silencian o subestiman
sus defectos. Por otro, no cesan de apostrofar a los católicos intolerantes,
suplicando tolerancia, bramando por tolerancia, exigiendo tolerancia, a favor
del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa tolerancia debe ser constante,
omnímoda y extrema. No se comprende cómo no perciben la contradicción en que
caen: sólo hay tolerancia en la anomalía y, proclamar la necesidad de mucha
tolerancia, es afirmar la existencia de mucha anomalía.
De cualquier
manera, griegos y troyanos concuerdan en reconocer que la tolerancia en nuestra
época es muy necesaria.
Así, es fácil
percibir cuánto yerra el lenguaje corriente a respecto de la tolerancia. En
efecto, habitualmente se presta a este vocablo un sentido elogioso. Cuando se
dice que alguien es tolerante, esta afirmación viene acompañada de una serie de
alabanzas implícitas o explícitas: alma grande, gran corazón, espíritu amplio,
generoso, comprensivo, naturalmente propenso a la simpatía, a la cordura, a la
benevolencia. Y, como es lógico, el calificativo de intolerante también trae
consigo una secuela de censuras más o menos explícitas: espíritu estrecho,
temperamento bilioso, malévolo, espontáneamente inclinado a desconfiar, a
odiar, a resentirse y a vengarse.
En realidad, nada
es más unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es un bien, otros
hay en que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie merece encomio
por el hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, si no por ser una
u otra cosa de acuerdo a lo que exijan las circunstancias.
Antes de todo, es
necesario subrayar que existe una situación en la cual el católico debe ser
siempre intolerante, y esta regla no admite excepciones. Es cuando se desea
que, para complacer a otros, o para evitar algún mal mayor, practique algún
pecado. Pues todo pecado es una ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en
alguna situación Dios pueda ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan
obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en la práctica, cuántas
veces sería necesario recordar este principio. Así, por ejemplo, nadie tiene el
derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la intención de despertar su
simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las maneras licenciosas o livianas
de las personas de vida desarreglada, ostentar ideas temerarias, sospechosas o
incluso erróneas, o alardear de tener vicios que en la realidad -por la gracia
de Dios- no se tienen.
Que un católico,
consciente de los deberes de fidelidad que tiene en relación con la
escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse simpatías en cierto
medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la verdad quien
profesa un sistema que sabe que tiene errores, a pesar de que estos no
sean contra la fe.
Pero los deberes de
la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
No basta que nos
abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca lo aprobemos,
por acción o por omisión.
Un católico que,
ante del pecado o del error, toma una actitud de simpatía, peca contra la
virtud de la intolerancia. Es lo que se da cuando se presencia, con una
sonrisa, sin restricciones, una conversación o una escena inmoral; o cuando, en
una discusión, se reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión que quieran
sobre religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser conniventes con
sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un católico no puede
hacerlo jamás.
A veces, sin
embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado contra la intolerancia. Es
lo que ocurre cuando ciertos silencios frente al error o al mal dan la idea de
una aprobación tácita.
En todos estos
casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la
virtud.
Leyendo estas
afirmaciones es admisible que ciertos lectores se irriten. El instinto de
sociabilidad es natural al hombre. Y este instinto nos lleva a convivir
con los otros de modo armonioso y agradable.
Ahora bien, en
circunstancias cada vez más numerosas, el católico está obligado, dentro de la
lógica de nuestra argumentación, a repetir delante del siglo el heroico
«Non Possumus» de Pío IX: No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos
callar. Enseguida se crea en torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o
caliente con que los partidarios de los errores y modas de nuestra época
persiguen con implacable intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos
los que osan no concordar con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o
simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión social nos mantiene
al margen de los ambientes modernos. Y a esto el hombre tiene casi tanto miedo
como a la muerte. O más que a la propia muerte.
No exageramos. Para
tener derecho de ciudadanía en tales ambientes, hay hombres que trabajan hasta
matarse con infartos y anginas cardíacas; hay señoras que ayunan como ascetas
de la Tebaida, y llegan a exponer gravemente su salud. Para perder una
«ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡sería necesario
realmente amar mucho a los principios!
Otra dificultad es
la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de él, tener enteramente a mano en
cualquier oportunidad los argumentos para justificar una posición: cuánto
esfuerzo... cuánta pereza. Pereza de hablar, de discutir, es claro. Sin
embargo, aún más, pereza de estudiar. Y sobre todo, la suprema pereza de pensar
con seriedad sobre algo, de compenetrarse de algo, de identificarse con una
idea, un principio. La pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de
pensar seriamente, de vivir con seriedad, cuanto aparta de esta
intolerancia inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en
ciertos asuntos es hoy como siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es
hermana de la displicencia. Muchos preguntaran por qué tanto esfuerzo, tanta lucha,
tanto sacrificio, si una golondrina no hace verano, y con nuestra actitud los
otros no mejoran. ¡Extraña objeción! Como si debiésemos practicar los
Mandamientos sólo para que los otros los practiquen también, y estuviésemos
dispensados de hacerlo en la medida que los otros no nos imiten.
Testimoniamos
delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro odio al mal, para dar
gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos reprobase, deberíamos continuar
haciéndolo. El hecho de que los otros no nos acompañen, no disminuye los
derechos que Dios tiene a nuestra entera obediencia.
Pero estas razones
no son las únicas. Existe también el oportunismo. Estar de acuerdo con las
tendencias dominantes, es algo que abre todas las puertas y facilita todas las
carreras. Prestigio, confort, dinero, todo. Todo se torna más fácil y más al
alcance si se concuerda con la influencia dominante. PCdeO