El Evangelio Mc 1, 29-39 nos presenta a Jesús,
que después de haber predicado en la Sinagoga, cura a tantos enfermos. Predicar y curar: ésta es la
actividad principal de Jesús en su vida pública. Con la predicación Él anuncia
el Reino de Dios y con las
curaciones demuestra que nos está cerca, que el Reino de Dios está en medio de
nosotros.
Jesús, una vez
entrado en la casa de Simón Pedro, ve que su suegra está en cama con fiebre;
inmediatamente le toma la mano, la cura y la hace levantar. Luego del ocaso,
cuando terminado el sábado la gente puede salir y llevarle a los enfermos, sana
a una multitud de personas afectadas por enfermedades de todo tipo: físicas,
psíquicas y espirituales.
Jesús, venido
al mundo para anunciar y salvar a cada hombre y a todos los hombres muestra una
particular predilección por
aquellos que están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, lo endemoniados, enfermos
y marginados, revelándose
medico de almas y cuerpo, buen
Samaritano del hombre. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús
cura, Jesús sana.
Tal realidad de
la curación de los enfermos por parte de Cristo nos invita a reflexionar sobre
el sentido y el valor de la enfermedad. La obra salvífica de Cristo no se
termina con su persona y en el arco de su vida terrena, esta continúa mediante
la Iglesia, sacramento del
amor y de la ternura de Dios por los hombres. Jesús,
enviando en misión a sus discípulos, les confiere un doble mandato: anunciar el
Evangelio de la salvación y curar a los enfermos (cfr. Mt 10,7-8). Fiel a esta enseñanza, la Iglesia siempre ha considerado la
asistencia a los enfermos parte
integrante de su misión.
“Los pobres y
los enfermos estarán siempre con ustedes”, enseña Jesús, (cfr. Mt 26,11) y la Iglesia continuamente los encuentra por
su camino, considerando a las personas enfermas como un camino
privilegiado para encontrar a Cristo, para acogerlo y para servirlo. Curar a un
enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de
Cristo.
Esto sucede
también en nuestros tiempos, cuando no obstante los múltiples progresos de la
ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas, suscita fuertes
interrogantes acerca del sentido de la enfermedad y del dolor y sobre el porqué
de la muerte. Se trata de preguntas esenciales, a las cuales la acción pastoral
de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo ante los ojos el
Crucifijo, en el cual aparece todo el misterio salvífico de Dios Padre, que por
amor de los hombres no ha ahorrado a su propio hijo (cfr. Rm 8, 32).
Por lo tanto,
cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la Palabra de Dios y la
fuerza de la gracia a aquellos que sufren y a cuantos los asisten, familiares,
médicos, enfermeros, para que el servicio al enfermo se cumpla cada vez con más
humanidad, con dedicación generosa, con amor evangélico, con ternura. La
Iglesia madre, a través de nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y
cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre.
Recemos a María, ‘Salud de los enfermos’,
para que toda persona en la enfermedad pueda experimentar, gracias a la
atención de quien le está cerca, la potencia del amor de Dios y la consolación
de su ternura materna. SSF
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