viernes, 22 de noviembre de 2024

Algo más que una dieta: la templanza…

Javier está sentado –en realidad es un eufemismo, pues se encuentra tirado, que resulta mucho más cómodo- ante el televisor, viéndolo todo y a la vez nada: los canales se suceden uno a otro aún más rápido que las imágenes en su mente. A su lado, un imponente tarro de ricas golosinas acompaña su actividad sedentaria. Chocolate y crema de maní forman una combinación excelente, justo lo que su estómago le está reclamando. La cantidad asombrosa de envolturas crea ya una pequeña alfombra. Si por cada papelito Javier recibiera diez mil dólares figuraría sin duda en la revista Forbes.

-¿Qué te pasa, Javi? –entra en escena Jessica, la hermana menor del muchacho, a quien no le preocupan tanto las cuestiones de ética como las de estética.

Las razones de la joven educadora para apartar a su hermano de esa incontrolada ingesta pueden ser muy variadas: tal acumulación de calorías no es buena ni conveniente para su figura, además le provocará un exceso de grasa que lo cubrirá de barros y espinillas… de esa manera se encontraría impresentable para que lo vieran sus amigas. Y a ella le daría una vergüenza enorme decir que ése bodoque es su hermano… Pero el motivo de fondo, la verdadera razón –la de la ética- probablemente no figuraría entre los argumentos de la solícita hermana. Aunque sea válida una dieta saludable y una alimentación baja en grasas que nos libre del molesto y horrible acné el meollo del asunto está en algo más profundo. El hombre para ser feliz y ser plenamente hombre debe respetar unos límites. La virtud humana que modera y regula esta inclinación a los excesos se llama templanza.

Por más que las campañas publicitarias nos ofrezcan con sus eslóganes continuas invitaciones a traspasar los límites y a superar las barreras de lo permitido –“Sigue tus instintos. Obedece a tu sed”, por poner un ejemplo-, no está dicho que tal postura sea la más conforme con la dignidad del hombre. Así como en el campo de la ciencia podemos afirmar que “lo técnicamente posible no es de suyo moralmente admisible” también es lícito asegurar que no existe un nexo vinculante entre la cautivadora oferta que induce al exceso y lo éticamente correcto. “El hombre es libre”, cierto. Pero no es más libre –y por tanto tampoco es más hombre- cuando sus elecciones le llevan a ser esclavo de sus pasiones y de sus sentidos.

¿Esclavos en el siglo XXI? Si eso ya se acabó hace mucho… No todas las cadenas son de acero, ni se necesita estar atado para estar cautivo. Se es esclavo cuando las cosas sensibles –llámense éstas comida, diversiones, placeres- nos dominan hasta el punto de inhibir la fuerza de nuestra voluntad. Se erigen en señores que nos obligan a seguir nuestros impulsos sin permitirnos detenernos a pensar si aquello es necesario o si más bien ya nos estamos pasando…

La templanza, al igual que las otras tres virtudes morales –prudencia, justicia y fortaleza- tienden a guardar el justo medio entre los extremos opuestos. In medio est virtus, en el medio está la virtud. Por tanto, no es que tengamos que volvernos unos ascetas de cuidado, especie de fakires que viven en los huesos por una declarada guerra a la alimentación. No. Simplemente se trata de poner voluntariamente un freno, convertirnos nosotros mismos en los guías de nuestra vida. Eso es humano. La templanza es una virtud humana y su ejercicio nos humaniza. Nos hace mantenernos en el plano de dignidad que nos corresponde como hombres y no permite que la seducción del placer nos arrastre por los suelos.

Esta virtud tiene como objeto moderar la inclinación al placer sensible –tan natural como bueno-. El beneficio es estar por encima de las cosas, no rebajarnos a un estado inferior del que hemos sido creados por Dios. La manera de ejercitarse en ella es simple, aunque se presente costosa a nuestra naturaleza. Consiste en ir haciendo actos de desprendimiento, mortificar nuestros gustos aún en las cosas lícitas para fortalecer la fuerza de nuestra voluntad. En ocasiones será comer menos de aquello que más nos agrada, en otras servirse más de lo que nos gusta menos, o tomar la sopa que quedó salada o el arroz quemado sin rechistar. Estos actos, aunque pequeños en sí nos exigen un gran dominio personal y al mismo tiempo dan vigor a nuestra alma.

Decía un viejo adagio que “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”. Y aunque ya haya llovido desde su formulación y hayan pasado muchas lunas, la sentencia conserva su perenne validez. La forma como nos conducimos en la mesa, así como la mesura en nuestros gustos habla sin palabras sobre nuestro dominio y revela también la riqueza de nuestro interior. “Ninguna mesa está bien adornada si la templanza está ausente de ella”.

La templanza, virtud poco predicada y quizá aún menos practicada –por la lógica contradicción que presenta a las vigentes técnicas que regulan el mercado-. La solución no estriba en añadir una leyenda a letras blancas –tan poco legible como camuflada- que nos recuerde la archiconocida frase de “Nada con exceso, todo con medida” ni aquella otra de “El abuso en el consumo de este producto puede ser nocivo para la salud”, sino en cambiar la actitud con la que nos conducimos. Seamos más moderados y en esa misma medida seremos más libres, mejores hombres, más dueños de nosotros mismos. VY

1 comentario:

  1. saber moderarse con esfuerzo y sin abuso,es vivir dueños de una templanza que nos haga mejores personas.

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