-¿Qué
te pasa, Javi? –entra en escena Jessica, la hermana menor del muchacho, a quien
no le preocupan tanto las cuestiones de ética como las de estética.
Las
razones de la joven educadora para apartar a su hermano de esa incontrolada
ingesta pueden ser muy variadas: tal acumulación de calorías no es buena ni
conveniente para su figura, además le provocará un exceso de grasa que lo
cubrirá de barros y espinillas… de esa manera se encontraría impresentable para
que lo vieran sus amigas. Y a ella le daría una vergüenza enorme decir que ése
bodoque es su hermano… Pero el motivo de fondo, la verdadera razón –la de la
ética- probablemente no figuraría entre los argumentos de la solícita hermana.
Aunque sea válida una dieta saludable y una alimentación baja en grasas que nos
libre del molesto y horrible acné el meollo del asunto está en algo más
profundo. El hombre para ser feliz y ser plenamente hombre debe respetar unos
límites. La virtud humana que modera y regula esta inclinación a los excesos se
llama templanza.
Por
más que las campañas publicitarias nos ofrezcan con sus eslóganes continuas
invitaciones a traspasar los límites y a superar las barreras de lo permitido
–“Sigue tus instintos. Obedece a tu sed”, por poner un ejemplo-, no está dicho
que tal postura sea la más conforme con la dignidad del hombre. Así como en el
campo de la ciencia podemos afirmar que “lo técnicamente posible no es de suyo
moralmente admisible” también es lícito asegurar que no existe un nexo
vinculante entre la cautivadora oferta que induce al exceso y lo éticamente
correcto. “El hombre es libre”, cierto. Pero no es más libre –y por tanto
tampoco es más hombre- cuando sus elecciones le llevan a ser esclavo de sus
pasiones y de sus sentidos.
¿Esclavos
en el siglo XXI? Si eso ya se acabó hace mucho… No todas las cadenas son de
acero, ni se necesita estar atado para estar cautivo. Se es esclavo cuando las
cosas sensibles –llámense éstas comida, diversiones, placeres- nos dominan
hasta el punto de inhibir la fuerza de nuestra voluntad. Se erigen en señores
que nos obligan a seguir nuestros impulsos sin permitirnos detenernos a pensar
si aquello es necesario o si más bien ya nos estamos pasando…
La
templanza, al igual que las otras tres virtudes morales –prudencia, justicia y
fortaleza- tienden a guardar el justo medio entre los extremos opuestos. In
medio est virtus, en el medio está la virtud. Por tanto, no es que tengamos que
volvernos unos ascetas de cuidado, especie de fakires que viven en los huesos
por una declarada guerra a la alimentación. No. Simplemente se trata de poner
voluntariamente un freno, convertirnos nosotros mismos en los guías de nuestra
vida. Eso es humano. La templanza es una virtud humana y su ejercicio nos
humaniza. Nos hace mantenernos en el plano de dignidad que nos corresponde como
hombres y no permite que la seducción del placer nos arrastre por los suelos.
Esta
virtud tiene como objeto moderar la inclinación al placer sensible –tan natural
como bueno-. El beneficio es estar por encima de las cosas, no rebajarnos a un
estado inferior del que hemos sido creados por Dios. La manera de ejercitarse
en ella es simple, aunque se presente costosa a nuestra naturaleza. Consiste en
ir haciendo actos de desprendimiento, mortificar nuestros gustos aún en las
cosas lícitas para fortalecer la fuerza de nuestra voluntad. En ocasiones será
comer menos de aquello que más nos agrada, en otras servirse más de lo que nos gusta
menos, o tomar la sopa que quedó salada o el arroz quemado sin rechistar. Estos
actos, aunque pequeños en sí nos exigen un gran dominio personal y al mismo
tiempo dan vigor a nuestra alma.
Decía
un viejo adagio que “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”. Y aunque
ya haya llovido desde su formulación y hayan pasado muchas lunas, la sentencia
conserva su perenne validez. La forma como nos conducimos en la mesa, así como
la mesura en nuestros gustos habla sin palabras sobre nuestro dominio y revela
también la riqueza de nuestro interior. “Ninguna mesa está bien adornada si la
templanza está ausente de ella”.
La
templanza, virtud poco predicada y quizá aún menos practicada –por la lógica
contradicción que presenta a las vigentes técnicas que regulan el mercado-. La
solución no estriba en añadir una leyenda a letras blancas –tan poco legible
como camuflada- que nos recuerde la archiconocida frase de “Nada con exceso,
todo con medida” ni aquella otra de “El abuso en el consumo de este producto
puede ser nocivo para la salud”, sino en cambiar la actitud con la que nos
conducimos. Seamos más moderados y en esa misma medida seremos más libres,
mejores hombres, más dueños de nosotros mismos. VY
saber moderarse con esfuerzo y sin abuso,es vivir dueños de una templanza que nos haga mejores personas.
ResponderBorrar