El padre José Luis Martín
Descalzo narraba una anécdota que le sucedió a un compañero de trabajo. Este
amigo suyo volvía de la oficina a su casa. Al llegar a la estación compró, como
siempre, un billete de metro, pero al pagar se llevó una sorpresa. La chica que
le atendía, con una sonrisa tímida, le respondió: «Hoy no tiene usted que
pagar». El hombre se quedó de una pieza. Preguntó el porqué. «Porque ayer se
fue sin coger el vuelto», respondió la chica desde el otro lado del cristal.
¿Acaso recordaba su rostro? ¿Conocía quién era? Nada de eso. La chica ni
siquiera había estado el día anterior; pero una compañera le había dicho por la
mañana: «Cuando venga el señor que siempre nos da las buenas tardes, dile que
hoy no tiene que pagar». Con esta referencia, la muchacha en turno supo
puntualmente de quién se trataba.
Una hermosa
experiencia que hace brillar la nobleza de un corazón. Sin embargo, esta misma
luz pone de manifiesto la oscuridad de tantas personas que han olvidado ya ser
amables con los demás. ¡Cuántas personas pasarían por aquellas taquillas del
metro madrileño! Y sólo una de ellas era inconfundible porque era «el señor que
siempre nos da las buenas tardes».
En la cultura
que se ha ido imponiendo en nuestros días parece que ser amable es ser
amilanado, débil o, simplemente, tonto. Expresiones que denotan respeto y
educación se evitan, ya que el usarlas nos haría quedar mal delante de nuestro
‘círculo de amistades’.
Si le doy las
gracias al mesero que me sirve la mesa dejaría entrever que estoy necesitado de
su servicio. Como en todos los casos implica una degradación de nuestra grande
personalidad, mejor no usarlas para poder aparecer como alguien fuerte y seguro
de sí mismo.
Ser amable no
es sinónimo de falta de reciedumbre. Todo lo contrario, produce más admiración
y gratitud quien dice: «pase usted» que quien simplemente se echa a un lado
para quitarse de enfrente de la puerta. Ser cordial indica mayor entereza y
domino que poner un rostro frío de absoluta indiferencia. El ‘duro’ se hace
respetar, el cortés es respetado por lo que es.
Siempre tenemos
cientos de oportunidades para ser amables con los demás. Basta pensar que, cada
mañana, podemos decir «buenos días» a nuestros padres, a nuestro cónyuge, a
nuestros hijos, a los profesores, a los compañeros de oficina o al conductor
del autobús.
Ceder el
asiento en el metro a una señora o a un anciano se puede hacer con facilidad.
Desear un buen día de trabajo al mesero de nuestro café preferido no cuesta
mucho. Oportunidades, desde luego, no faltan; sólo hay que descubrirlas y hacer
la costumbre.
Este tipo de
detalles es el que cambia rostros y alegra atmósferas enteras. Las relaciones
se estrechan. Las sonrisas se multiplican. El trabajo se disfruta. El corazón
rejuvenece. Se acrecienta el deseo de compartir el tiempo. ¿Por qué? Porque la
gente se siente tratada con el respeto y la dignidad de lo que verdaderamente
son: personas e hijos de Dios. Y todo esto depende tan sólo de un sencillo
«buenos días». AOA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario