La conservación
del medio ambiente es un factor crítico para la supervivencia y el desarrollo
futuro del género humano. En la medida que, para satisfacer sus necesidades, la
humanidad no es sólo capaz de dominar la naturaleza, sino de alterar sus ciclos
vitales, se impone la redefinición del concepto mismo de desarrollo en función
de dos consideraciones centrales. Por un lado, la caducidad de los recursos
naturales y del entorno físico en que ocurre la actividad humana.
Y por otro
lado, el imperativo de que el intercambio energético entre el hombre y su medio
natural no rebase los límites que establece el proceso de regeneración de la
propia naturaleza.
De acuerdo con
los consensos construidos en el seno de las Naciones Unidas desde 1972, se
entiende por desarrollo sustentable un proceso de satisfacción de las
necesidades del presente que no compromete la capacidad de las futuras
generaciones para satisfacer las propias. El desarrollo sustentable presupone,
por tanto, la adopción de una amplia gama de paradigmas económicos, sociales y
tecnológicos, según los cuales el desarrollo debe conciliarse con la
utilización racional de los recursos naturales disponibles.
La causa del
desarrollo sustentable plantea importantes desafíos, tanto a los gobiernos como
a las empresas y la sociedad en general. Las sociedades, desde luego, deben
hacer suyos los valores asociados con el desarrollo sustentable y ello
significa asumir las implicaciones éticas en lo concerniente a la revisión de
sus pautas de bienestar y modelos de vida. La civilización contemporánea
enfrenta la necesidad de desarrollar modalidades distintas de relación con la
naturaleza. Debe trascender las visiones puramente instrumentales y entender
que una relación respetuosa con la naturaleza es una premisa de la realización
humana, tanto en su dimensión material como espiritual.
Para los
gobiernos, el reto consiste en hacer del desarrollo sustentable un eje
transversal de todas las políticas públicas vinculadas con la estrategia del
desarrollo económico y social. Ya sea que pensemos en política comercial,
industrial y educativa o en aspectos tan puntuales como la orientación y la
magnitud del presupuesto, la sustentabilidad es un referente necesario.
Asimismo, la
acción del poder público debe partir de la idea de que el desarrollo
sustentable no puede ser el resultado espontáneo de las fuerzas del mercado,
pero tampoco puede ser de una regulación estatal que opere al margen o en
contradicción con la racionalidad de la economía de mercado. Se trata de crear
un mecanismo de disuasión y estímulo que cuente con la fuerza del Estado para
garantizar su funcionalidad, pero qué, de manera simultánea cree condiciones de
mercado que hagan las opciones ambientales racionales, opciones económicamente
viables.
Con todo, no se
debe ignorar lo que el desarrollo sustentable significa para las empresas. En
tanto actores centrales de la actividad generadora de riqueza, las empresas son
el agente social que de modo más directo se relaciona con el proceso de
interacción con la naturaleza. Así, desde la óptica de la responsabilidad
social empresarial, el ingrediente medioambiental es clave. De hecho, en el
capítulo 4 de la Agenda 21 de la Cumbre de Río –1992– se formulan los conceptos
de producción y consumo sustentables. Mientras el consumo sustentable se
refiere al imperativo de modificación de patrones a partir de los cuales se
define el bienestar y la idea de una ‘buena vida’, la producción sustentable
pone el énfasis en la necesidad de que los procesos de extracción,
transformación y aprovechamiento de los recursos naturales sean expresión de
una actitud renovada ante la naturaleza.
Más en
específico, no sólo se trata de que los actores económicos cumplan a cabalidad
con las leyes y normas ambientales, por ejemplo, en materia de manejo de
residuos o de control de emisiones; ello representa, a fin de cuentas, el
cumplimiento de una obligación elemental. La responsabilidad social de las
empresas va más lejos y se relaciona con la manera en que éstas consideran las
variables ecológicas en el diseño de sus estrategias de negocio. La adopción de
los criterios de la ecoeficiencia ilustra con claridad esta idea. La toma de
decisiones tecnológicas ambientalmente amigables.
Una nueva ética
ambiental no está reñida con el desarrollo; lejos de ello, inaugura otras vías.
Por un lado,
los recursos canalizados a la reconversión ambiental de las actividades
productivas representan una inversión susceptible de generar ventajas
competitivas. El cumplimiento de la normatividad ambiental, indispensable para
acceder a los mercados, promueve la innovación continua y la adopción de los
criterios de la ecoeficiencia –por ejemplo, uso de energías alternativas,
nuevas tecnologías, disminución de desperdicios, y el reciclamiento–.
Por otro lado,
el cumplimiento de las normas ecológicas es capaz de inducir la aparición de
nuevos sectores de negocio, tales como el procesamiento de desperdicios y el
reciclaje de recursos ya utilizados, la consultoría en materia ambiental, la
producción de tecnologías amigables con el entorno ecológico y la fabricación,
instalación y operación de equipos anticontaminantes y de tratamiento de
residuos, entre otros.
Se requiere una
visión de largo plazo. Para una empresa socialmente responsable, los recursos
naturales no deben ser vistos como botín, sino como un patrimonio que hay que
cuidar y preservar en beneficio del sustento de las futuras generaciones y de
las propias empresas. Tampoco la satisfacción de las normas ambientales debe
ser vista como una carga ni una fuente de costos, sino como una inversión. Con
base en una nueva ética de relación con la naturaleza, las empresas socialmente
responsables deben ser pioneras y abrir nuevos caminos al desarrollo. PJGG
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