Según el sugestivo relato de Lucas, Jesús vuelve a
su Padre «bendiciendo» a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús deja tras de
sí su bendición. Los discípulos responden al gesto de Jesús marchando al templo
llenos de alegría. Y estaban allí «bendiciendo» a Dios.
La bendición es una práctica arraigada en casi
todas las culturas como el mejor deseo que podemos despertar hacia otros. El
judaísmo, el islam y el cristianismo le han dado siempre gran importancia. Y,
aunque en nuestros días ha quedado reducida a un ritual casi en desuso, no son
pocos los que subrayan su hondo contenido y la necesidad de recuperarla.
Bendecir es, antes que nada, desear el bien a las
personas que vamos encontrando en nuestro camino. Querer el bien de manera
incondicional y sin reservas. Querer la salud, el bienestar, la alegría... todo
lo que puede ayudarles a vivir con dignidad. Cuanto más deseamos el bien para
todos, más posible es su manifestación.
Bendecir es aprender a vivir desde una actitud
básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de
otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la
indiferencia. No es posible bendecir y al mismo tiempo vivir condenando,
rechazando, odiando.
Bendecir es desearle a alguien el bien desde lo
más hondo de nuestro ser, aunque no somos nosotros la fuente de la bendición,
sino solo sus testigos y portadores. El que bendice no hace sino evocar, desear
y pedir la presencia bondadosa del Creador, fuente de todo bien. Por eso solo se
puede bendecir en actitud agradecida a Dios.
La bendición hace bien al que la recibe y al que
la practica. Quien bendice a otros se bendice a sí mismo. La bendición queda
resonando en su interior como plegaria silenciosa que va transformando su
corazón, haciéndolo más bueno y noble. Nadie puede sentirse bien consigo mismo
mientras siga maldiciendo a otro en el fondo de su ser. Los seguidores de Jesús
somos portadores y testigos de la bendición de Jesús al mundo. JAP
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