Ahora
que estamos llegando al invierno y nos quejamos por las primeras heladas, me
viene a la memoria aquellos días de mi pasada juventud, cuando nuestras tierras
sufrían grandes temporales de lluvia, de hielos y de un cielo que amenazando
nieve, dejaba caer los primeros copos sobre los tejados de las casas, en los
patios y en las calles. Y por supuesto con temperaturas que marcaban bajo cero
grados en los termómetros.
Aquellos,
sí que eran inviernos crudos, difíciles de soportar. Recuerdo que en las casas
con menos condiciones que las actuales para combatir el frío, las madres
dedicaban todo su esfuerzo para que las bajas temperaturas no afectaran en
exceso a la familia.
Y
para ello, calentaban las frías sábanas de la cama, con un calentador, que era
un recipiente de latón o de cobre con una tapa agujereada y un largo mando de
madera, después de haber sido llenado de ascuas de la lumbre o con el brasero
de la mesa camilla de la sala de estar, dejando la cama calentita para que sus
hijos se metieran en ella y no tiritasen en las frías noches del invierno.
Pero
había algo más, que yo recuerdo cuando era muchacho. Aquellos inviernos casi
interminables, nos traían, además de mucho frío, la solidaridad y el amor hacía
los demás, reflejados en auténticas campañas de recogidas de ropas, alimentos,
mantas y de todo cuanto pudieran necesitar, los que carecían de lo más mínimo
para vivir.
Y
toda la Ciudad aportaba tanto lo que no necesitaba, como a veces lo que sí,
necesitaba. Toda la Ciudad se convertía en esa época del año, en un solo
voluntario que recorría la Ciudad socorriendo a los más débiles, haciendo una
gran piña, de hombres, mujeres, niños y adolescentes, parroquias e
instituciones benéficas, que no regateaban esfuerzos, para ayudar a los que no
habían tenido la misma suerte en la vida que nosotros. Y aquello resultaba tan
hermoso y bello que ahora casi cincuenta años después, todavía queda en mi
recuerdo y más cuando los meteorólogos nos anuncian que posiblemente los
próximos días vengan cargados de fríos.
Afortunadamente
ahora los inviernos, debido al célebre cambio climático, no llegan con
temperaturas extremadamente bajas, aunque bien es verdad que actualmente no
quejamos por nada. Apenas llegan unos días de frío nos ponemos a decir que esto
es imposible y que no hay quien lo aguante. Tal vez nos hayamos acostumbrado
demasiado a la calefacción y al confort actual de nuestras casas.
Y
lo peor del caso, es que cuando llegan los fríos y las nieves, solo nos
preocupamos por los familiares que puedan estar de viaje o de nuestros hijos que
andan ¡quién sabe por dónde! por si llevan o no cadenas para el coche.
Por
eso, siempre recordaré aquel viejo profesor de filosofía, cuando en una de sus
hermosas lecciones sobre la convivencia humana, nos decía: “El amor se expresa
en pequeños detalles del día a día. Y ayudar a los demás es posiblemente el
mejor de ellos, aunque existan momentos en nuestra vida en los que creamos que
prestar ayuda se encuentra en ese mundo lejano y complicado, al que nos cuesta
sudores acercarnos”.
Y
es por ello, que uno no llega a entender, cuando las autoridades de las grandes
ciudades, pregonan a bombo y platillo que a partir de tal fecha y debido a las
fuertes heladas que se prevén para este invierno, han decidido comenzar la
campaña contra el frío, habilitando varias instalaciones para así evitar que
los inhumanamente llamados ‘los sin techo’, dejen de dormir en la calle.
Y
lo más triste, son las cifras que manejan los informes publicados que calculan
que existen alrededor de seis mil personas ‘sin hogar’, de las cuales el 80%
son hombres con una media de edad entre los 41 o 42 años, que son atendidos en
esos centros de asistencia, donde se les proporciona comida y cama.
Y
esto, sin contar con toda esa gente que duermen en las estaciones del Metro
(que generosamente les ceden las autoridades en los crudos inviernos) o en
pequeños refugios callejeros, cubiertos con cartones o plásticos y recogiendo
para alimentarse, cualquier clase de desperdicios que encuentran en los
contenedores de basuras.
Quizás
por todo esto, los cristianos parece que hemos dejado nuestra solidaridad en
manos de los gobernantes, para en cierto modo descargar nuestra conciencia y
responsabilidad, sin darnos cuenta de que por no poder combatir los intensos
fríos, algunos hermanos ‘sin hogar’, pueden morir y eso es terrible. La muerte
siempre es terrible pero más cuando llega por falta de solidaridad de un mundo
desarrollado, que vive feliz evitando mirar a ese otro mundo, que también
existe, que está ahí, cerca de nosotros, donde impera la miseria.
Y
es que es tan difícil ser humano y vivir derramando amor y consuelo, como vivió
Jesús, que a veces pensamos que imitamos a Cristo, aunque seamos más felices
comprando en el Corte Inglés, que intentando socorrer a esas miles de personas,
pobres, desvalidas e incluso enfermas. Personas sin hogar, algunas sin familia
y los más, olvidados y empujados a la calle por miles de problemas, que
deambulan por las ciudades sin rumbo fijo, en un caminar lento e inseguro hacia
ninguna parte.
Mientras,
nosotros en nuestros confortables hogares, a veces, se nos escapa un suspiro de
piedad por esos pobrecitos que pasan frío, cuando nos dirigimos hacia la
caldera para subir el termostato de la calefacción.
Sin
embargo, ante este grave problema de solidaridad y amor al prójimo, uno piensa,
como juzgará Dios a este mundo inquietante, inseguro y falto de auténtica fe,
sabiendo que Jesús a través de su vida pública nos pone al descubierto,
innumerables gestos humanos a realizar, para que los hombres contemplemos al
Dios que amamos o despreciamos, en la persona de nuestro prójimo.
Jesús
nos habla de atender a ese prójimo, sea de nuestra nación o no, amigo o
enemigo, para no caer en la indiferencia de las desgracias de nuestros hermanos
marginados y hambrientos, sin apoyarnos en los gobiernos de forma general.
Y
es Mateo (25.34,ss) en esa última
parábola de su Evangelio, quien nos pone de manifiesto ese juicio final, en el
cual el Dios de Jesús, nos mandará alejarnos de Él, porque tuvo hambre y no le
dimos de comer; porque tuvo sed y no le dimos de beber; era forastero y no le
recibimos en nuestra casa. No tenía ropa y no le vestimos; estuvo enfermo y no
fuimos a visitarle.
Y
ante nuestra pregunta de cuándo le vimos hambriento, sediento, desnudo o
forastero, enfermo o encarcelado y no le ayudamos, El nos contestará, que
siempre que no lo hicimos con uno de esos más pequeños que encontramos en los
sectores de nuestra vida, en los ambientes más indiferentes y más incrédulos y
que son mis hermanos, tampoco conmigo lo hicisteis, porque Yo me encontraba
entre ellos.
Por
todo ello, todas estas reflexiones una vez más me hacen llegar al triste
convencimiento de que la falta de responsabilidad de muchos cristianos, es un
simple problema de falta de fe y de amor sencillo pero sincero, hacía nuestro
prójimo.
Por
otra parte se ve que, cuando vivimos más cómodos, nos volvemos menos solidarios
y más egoístas. Posiblemente sea porque los tiempos han cambiado. ¿Y los
cristianos también? JGGO
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