Si
no estuvimos atentos, si no recurrimos a la ayuda divina, la tentación penetra,
poco a poco, en el alma. Luego crece desde las pasiones, entre dudas y
ansiedades. Al final, sucumbimos. Hemos pecado.
Entonces
puede insinuarse la segunda tentación. Esa que nos hace pensar que no ha pasado
nada. O esa que nos dice que es imposible volver a empezar. O esa que nos aparta
de Dios: si hemos sido tan malos, ¿con qué cara podemos pedir misericordia?
La
segunda tentación es terrible: paraliza el corazón, encadena la voluntad, hiere
mortalmente la esperanza, prepara el terreno a nuevos pecados, nos aparta de
Dios.
Si
el pecado ha vencido en nuestras vidas, si nos ha robado la amistad con Dios y
la unión con los hermanos, necesitamos más que nunca pedir la gracia del
perdón. No podemos permitir que la segunda tentación nos hunda más y más en el
mal cometido. No podemos dejar crecer el monstruo de la desconfianza que
destruye tantas vidas. No podemos abrir las puertas al pecado diabólico por
excelencia: pensar que ni siquiera Dios es capaz de perdonarnos.
Resistir
la primera tentación es posible sólo con Dios. Si el pecado se hizo presente
por nuestra culpa, necesitamos más que nunca volver a Dios para resistir al más
terrible de los males: la segunda tentación.
Para
ello, hemos de aprender a ver nuestro pecado como Dios lo ve: como la herida en
un hijo. Porque para Dios el hijo no deja de serlo si está enfermo. Somos
también suyos en medio del lodo del pecado.
La
mirada paterna del Dios de misericordia nos da fuerzas para reemprender la
lucha, para acudir al sacramento de la confesión, para amar más porque hemos
sido muy amados, para perdonar a mis hermanos porque también yo, mil y mil
veces, he sido perdonado... FP
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