¿Qué tan preciados somos para ti Señor? ¿Cuál es exactamente la medida de tu amor? Quizá nuestro corazón y nuestro
entendimiento nunca logren descubrirlo, pero me queda claro que Tu Hijo, mi
Salvador, SÍ lo sabía. En comunión permanente contigo, Él conocía cuán grande
era tu deseo de que un día pudiéramos volver a ti. Y por eso no dudó en
abajarse a nuestra condición humana, ni tampoco escatimó en sufrir el
desprecio, la blasfemia, la injusticia, el dolor y la muerte más humillante de
su época con tal de obsequiarnos con la posibilidad del cielo.
Esto me lleva a meditar en lo que es tu amor a los hombres, lo que es el
Amor. Perfecto, total, infinito,
inmutable y gratuito. Eres nuestro Padre, nuestro Creador. No hay
otra creatura en el universo a la que Tú le hayas concedido tu semejanza y tu
presencia viva dentro de ella. Imagino cómo cada pensamiento tuyo, convertido
en una persona diferente, ha sido colmada de la misma manera con ese amor. Y
por ende, no es difícil pensar que en nuestra debilidad y egoísmo, al perder el
cielo, Tú encontrarías la manera de conseguírnoslo de nuevo.
Ésa era tu voluntad, hacer posible que un día
volviéramos a ti para alabarte y darte gloria. Y Cristo tomó cartas en el
asunto y dijo: “yo me encargo”. La
voluntad tuya que Él vino a cumplir fue redimirnos, no a padecer. Muchas
personas piensan que sólo un padre cruel y despiadado sería capaz de exigir el
sacrificio sanguinario de la vida de su hijo para obtener lo que fuera. Y pocas
veces se detienen a analizar que los únicos que fijamos el precio de nuestro
rescate hemos sido nosotros. Nuestros
pecados, nuestra infidelidad, nuestro egoísmo en el transcurso de la historia
pasada y la que ha de venir, han sido tan graves y tan numerosos, que la única
manera de saldar la deuda fue con la sangre de Cristo.
Y en este punto me quiero detener porque muchas veces hablamos o meditamos
en que Cristo nos amó ‘hasta el extremo’, entregó su vida por nuestra
salvación. Buscamos conocerle a través del Evangelio, descubrimos cada una de
sus virtudes y nos sentimos animados a imitarlo, a poner dichas virtudes en
práctica, a amar al prójimo y a llevar la buena nueva a los demás. Todo esto es
muy necesario y encomiable, pero… creo que yo nunca me había dedicado a meditar
un punto de suma importancia que viene antes, mucho antes del Evangelio y que
comienza en el momento en que la encarnación se vuelve una posibilidad. Y es el
amor del Hijo al Padre. El amor que antecede a cualquier otro amor. Cristo nos
ama como Dios Hijo que es, SÍ, pero… ama al Padre primero. Y es ese amor el que
hace todo posible.
Hoy te pido Jesús que me dejes aprender de ese
amor, que me permitas tener más momentos para contemplarlo y más luz para
entenderlo. Permite que mi corazón haga suyas
las palabras que a diario escucho: “Por
Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, todo honor y toda gloria”. R
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