Una de las
experiencias más hermosas de la vida humana consiste en realizar obras buenas.
Puede ser
visitar a ancianos en una residencia, o a enfermos en un hospital, o a
condenados en prisión.
O puede ser
donar sangre, llevar comida y vestidos para personas necesitadas, o dar apoyo
económico a un familiar o amigo en problemas.
O puede ser
algo tan sencillo como dejar el propio plan (una tarde ante la televisión) para
convivir más a fondo con la familia en un paseo.
La lista es mucho
más larga y variable, según situaciones y momentos de la propia vida. Lo común
a esas obras buenas es la satisfacción que dejan en uno mismo, además de la
alegría que otros reciben (lo cual debería ser lo más importante).
Junto a todo lo
bueno que podemos hacer, y es tanto, hay otra alegría que colorea las
anteriores, incluso que las supera: dejarnos amar por Dios y por tantas
personas que están a nuestro lado.
Es cierto que
nos gusta hacer cosas, sentirnos útiles, descubrir habilidades y fuerzas interiores
que pueden mejorar las vidas de otros.
Pero también es
cierto que acoger un amor tan grande y tan hermoso como el de Dios nuestro
Padre supera, en mucho, todas las alegrías que nacen de nuestras buenas
acciones.
Por eso, al
mismo tiempo que surge esa bella alegría cuando hacemos algo bueno, también
podríamos mirar al cielo y reconocer que todo don, toda gracia, todo amor,
vienen de un Padre que nos ama, nos sostiene, nos perdona, nos espera.
Esa alegría
rodea y engrandece todas las demás alegrías, además de darles su significado
completo. Porque por más ‘poder’ que tuviéramos en nuestras manos para hacer
decenas de obras buenas, al final solo un Dios omnipotente y misericordioso
dará el sentido pleno y la belleza completa a la existencia de cada uno de sus
hijos... FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario