jueves, 28 de marzo de 2013

Salmo 80


Salmo 80 – “Si mi pueblo me escuchara”…

● Este salmo es un himno litúrgico de alabanza y bendición a Dios con motivo de la fiesta de las Tiendas. Israel celebra comunitariamente esta fiesta haciendo memoria de la presencia amorosa de Yahvé en su caminar por el desierto, presencia que alcanza su culmen con la entrega de la ley en la teofanía del Sinaí.
El himno tiene dos bloques bien definidos.
● En el primero se evoca la Palabra que Yahvé pronunció sobre Israel, esclavo del Faraón, y que tuvo la fuerza para arrancarlo de la opresión y conducirlo a la libertad: «Oigo un lenguaje desconocido: "He retirado la carga de sus hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la opresión, y te libré».
● El segundo bloque es una llamada a la conversión. El pueblo tiene conciencia de que la nueva esclavitud que pesa sobre él en Babilonia es debida a su reticencia a escuchar y obedecer a Yahvé: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer. Entonces los entregué a su corazón obstinado: ¡Que sigan sus propios caminos!».
● Dios, siempre atento a los sufrimientos de sus hijos, Y sensible a todo dolor humano, no puede resistirse a una súplica tan profunda y tierna al mismo tiempo; más aún cuando la súplica nace de la verdad: el reconocimiento de que el pueblo se ha puesto de espaldas a Dios. Pues bien, si el pueblo se ha puesto de espaldas, El se pondrá de cara al hombre enviándole la Palabra hecha carne en el Señor Jesús. Ya no hay que buscar la Palabra en lo alto de los cielos. Está en medio de nosotros. La vida está entre nosotros, está a nuestro alcance.
● Este es el problema fundamental de muchos hombres de hoy: ir detrás de lo accesorio desplazando a Dios que está vivo en la Palabra. No es un problema nuevo. El príncipe del mal siempre ha tenido sus ardides para meter su mentira mezclándola con medias verdades.

Aclamad a Dios, nuestra fuerza; dad vítores al Dios de Jacob: acompañad, tocad los panderos, las cítaras templadas y las arpas; tocad la trompeta por la luna nueva,  por la luna llena, que es nuestra fiesta. Porque es una ley de Israel, un precepto del Dios de Jacob, una norma establecida por José al salir de Egipto. Oigo un lenguaje desconocido: "retiré sus hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la aflicción, y te libré, te respondí oculto entre los truenos, te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; ¡ojalá me escuchases Israel! No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero; yo soy el Señor, Dios tuyo, que saqué del país de Egipto; abre la boca que te la llene". Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer: los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!: en un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios; Los que aborrecen al Señor te adularían, y su suerte quedaría fijada; te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre.

«Yo soy el Señor Dios tuyo, que te saqué del país de Egipto».
Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad. Por eso el gran mandamiento que Dios da a Israel es: ¡Acuérdate de Egipto! Si os acordáis de Egipto, os acordaréis del Señor que os sacó de Egipto, y seréis su pueblo, y él será vuestro Dios.
Lo que nos hace ser un pueblo es nuestro origen común en Cristo, nuestra liberación, nuestra redención, nuestra salida de Egipto. También nosotros éramos esclavos, aunque no nos gusta recordarlo. Damos por supuesta nuestra independencia y nuestra libertad, el progreso de la raza humana y los avances de la sociedad; todo eso nos parece normal y como que se nos debe; nos olvidamos de nuestros orígenes, y así perdemos los vínculos que nos unen entre nosotros y con Dios. Nos hemos olvidado de Egipto y hemos dejado de ser un pueblo.
Dame, Señor, la gracia de la memoria. Hazme recordar lo que he sido y lo que he llegado a ser por tu gracia. Haz que tenga siempre ante los ojos la pobreza de mi condición y el esplendor de tu redención. Tú rompiste mis cadenas, tú subyugaste mis pasiones, tú curaste mis heridas, tú restauraste mi confianza. Tú me diste una nueva vida, Señor, y esa nueva vida se expresa en la nueva identidad que tengo como miembro de tu pueblo escogido. También yo he salido de Egipto, y no he salido solo, sino en compañía de una alegre multitud que festejaba la misma liberación, porque todos habían estado bajo el mismo yugo.

Dios, fuerza nuestra, tu palabra nos juzga, pues nos acusa y revela nuestras maldades: adoramos dioses extraños, no queremos obedecer, andamos según nuestros antojos, nuestro corazón es obstinado: cambia nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, a fin de que alcancemos un día  la gloria que nos has prometido.

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