(Ef. 4, 23-26; Jn 2, 14-16) Les invito a reflexionar sobre la ira, que
juega un papel importante en nuestras relaciones. Cuando no somos señores de
ella, cuando no tenemos la vigilancia necesaria de nuestras reacciones
emocionales o no perdonamos, nos descontrolamos. Si no somos conscientes de
nuestros sentimientos o no los trabajamos, podemos comportarnos
inconscientemente de modo injusto y destructivo, pues actuamos por instinto.
Los sentimientos tienen influencia profunda sobre nuestras ideas, opiniones, acciones
y, en general, sobre nuestro cuerpo y nuestro comportamiento.
Podemos
enojarnos, pero sin pecar
Por principio y de suyo la ira no es mala, pues todos tenemos el justo
derecho de tomar represalia por las ofensas, según la recta razón y la ley
general. Mientras el hombre se atenga al dictamen de la razón y obre de acuerdo
con las exigencias de la naturaleza, la ira es un acto digno de alabanza; es un
deber del que la ley puede pedir cuentas. Por eso, pudo decir san Juan Crisóstomo:
“Quien con causa no se aíra, peca. Porque la paciencia irracional siembra
vicios, fomenta la negligencia, y no sólo a los malos sino también a los buenos
los invita al mal”. Sólo cuando se excede la medida racional, o cuando no se
llegue al justo medio, la ira o la no ira, son pecados. No se puede decir que
una persona airada esté pecando, ya que su acto de ira puede responder en
proporción justa, a la medida racional que la ira por celo está reclamando de
él, pues al centrarse la ira en la venganza, si el fin de la venganza es recto,
la ira es buena.
Las
primeras comunidades
Los cristianos de la primera comunidad apostólica se amaban y se
trataban mutuamente como hermanos (cf. Hechos 2,42-47). Con el paso del tiempo,
las comunidades fueron creciendo en tamaño y en número y fueron creciendo las
diferencias personales (1 Cor 11, 17-22). Incluso, se hizo más difícil recordar
que ser cristiano suponía fuertes exigencias en las relaciones personales. No
basta con haber recibido el bautismo, con rezar y participar en la celebración de
la Eucaristía. Los cristianos tenían que vivir su fe en el contacto con el
hermano, en sus relaciones de cada día, que se fueron cargando de conflictos.
Avanzando el tiempo las comunidades empezaron a tener fuertes dificultades en
las relaciones, a caer en la mediocridad, y destruir así la vida comunitaria.
Tratando
de comprender la ira
La ira, en su esencia íntima, es una sed tan viva de venganza,
correspondiente a una injuria recibida, cuya satisfacción se logra con la
venganza. Es tan poderosa que resulta repulsiva tanto para quien lo experimenta
en sí mismo como para quien la advierte en otro. Como afecta a las relaciones
humanas, hasta hacernos capaces de odiar, ha suscitado más debates que ninguna
otra emoción. Muchos católicos habían creído que el sentimiento de ira era en
sí mismo pecaminoso. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta descubrir que es
una emoción humana normal, regalo de Dios para la supervivencia física y
psicológica. La Carta a los Efesios, cuando afirma: “Si se aíran, no pequen; no
se ponga el sol mientras están airados… Toda acritud, gritos, maledicencia y
cualquier clase de maldad, desaparezca de entre ustedes” (Ef. 4,26.31),
entiende que no es el sentimiento de la ira lo que es malo, sino la conducta
perjudicial o culpable que dimana de él.
¿Cómo es
posible airarse sin pecar?
Si encontramos expresiones de ira en la vida de Jesús, quiere decir que
esta no es pecado, sino un estado emocional normal. Cuando a uno le pisan el
pie, brinca. En ese caso la ira es un sentimiento normal, con ciertos límites.
Se entiende que la gente tiene sentimientos de ira. Pero esos sentimientos no
deben llevarnos a una conducta injuriosa. El sentimiento es una cosa y su
expresión externa es otra. No podemos controlar los sentimientos, pero sí
podemos controlar su reacción. Una cosa es sentir ira y otra mostrarla en la
conducta. Tener ira no es pecado, mientras sea aislada y se eviten las
conductas que sean perjudiciales para la vida familiar. De todos modos, la ira
es un sentimiento difícil de controlar.
Sentir no
es consentir
Lo primero que tenemos que hacer es distinguir el sentimiento de ira del
pecado de la ira. Nos enseñan la psicología y el Catecismo de la Iglesia
Católica que sentir no es lo mismo que consentir, y que los sentimientos en sí
mismos, no son ni buenos ni malos, son amorales, no son pecados. Dice el
Catecismo que “el término ‘pasiones’ designa los afectos y los sentimientos.
Ejemplos eminentes de pasiones son el amor y el odio, el deseo y el temor, la
alegría, la tristeza y la ira. En sí mismas, las pasiones no son buenas ni
malas. Las emociones y sentimientos pueden ser asumidos por las virtudes, o
pervertidos en los vicios”. (CIC 1767-1774). En segundo lugar, el sentimiento
de ira surge cuando lo que la persona espera, necesita o desea no es alcanzado.
Por eso, si no hay deseo no hay ira. Así, si yo espero que mis hijos se porten
siempre bien, hagan la tarea sin protestar, y mantengan sus cuartos en orden,
si esto no sucede me voy a frustrar. El sentimiento de la ira es una reacción a
mi frustración, porque las cosas no suceden como yo quisiera que fueran.
Testimonio
de la Escritura
En los Evangelios encontramos el testimonio de que Jesús se enojó contra
los mercaderes en el templo de Jerusalén (Juan 2,13-16); cuando los fariseos
quisieron ridiculizarlo por curar en el día sábado, Jesús “paseó sobre ellos su
mirada enojado y apenado por su ceguera” (Mc 3,5); cuando los discípulos
reprendían a los niños para que nos se le acercaran “Jesús se enfadó y les
dijo: Dejen que los niños vengan a mí” (Mc 9,13-14).
Sentimiento
normal
Cristo se airó porque habían convertido la casa de Dios en cueva de
ladrones. Cuando vinieron los niños a Él y los apóstoles no los dejaron
acercarse, el Señor se enojó. Esta es la ira normal, reacción normal del celo
por la gloria de Dios ultrajada. La ira normal no lleva nunca a la agresión.
Sentimiento
anormal
Hay otro grado al cual puede llegar la ira que es lo que llamamos “la
rabia”, la furia. Ese es un grado muy grande de ira que puede llevar, y
ordinariamente lleva, a la agresión de palabra o de obra; la rabia es una forma
muy fuerte de ira. Es terrible y lleva a la violencia, a la agresión. No hay
que confundir ira con rabia, con resentimiento. En el resentimiento existe su
parte de ira también, que la persona va almacenando, pensando en lo que le
hicieron lo va guardando. Por eso se llama resentimiento, que significa volver
a sentir. Esta ira va destruyendo a la persona que la siente, no al que causó
el resentimiento, que a veces ni se entera que hizo calentar al otro. La ira
destruye, si llega a convertirse en odio, cuyo proceso final es el
resentimiento, que es una ira congelada. La ira se puede convertir en una
adicción. ¿Cuándo se puede decir que una persona es adicta a la ira? Cuando no
tiene control sobre la ira y ésta es algo crónico, compulsivo.
Elemento
de crecimiento personal
La ira es un elemento fundamental de crecimiento personal. Puede ser un
enemigo que arruine nuestras relaciones y destruya familias y comunidades o
puede hacerse presente como un amigo. Será como una especie de faro para
nuestro conocimiento y una fuente de energía para la acción. Clarificar
nuestras necesidades más profundas y conocer nuestras barreras nos sitúa en la
posición de asumir las riendas de nuestra ira, en vez de que ella lo asuma
sobre nosotros.
Más
importante que cualquier sacrificio
La Escritura nos introduce en las líneas maestras de la vida de los
seguidores de Jesús en cuanto a las relaciones. La esencia de estas líneas de
conducta es el amor. Los sinópticos presentan el mandamiento del amor dentro de
un contexto de conflicto. Jesús ha llegado a Jerusalén. El jefe del sanedrín,
los escribas y los ancianos han puesto en duda su autoridad. Cuando Jesús
continúa enseñando, ellos se ponen furiosos y quieren detenerlo; algunos
fariseos y saduceos se reúnen e inventan unas preguntas para ponerle una
trampa. Así, con ese telón de fondo, rodeado de enemigos y de trampas, puesto a
prueba y atacado, Mateo, Marcos y Lucas presentan a Jesús hablando del amor
(cf. Mc 12,28-34). Enseñándonos así que la mansedumbre y la misericordia
moderan la ira, el odio. El conflicto no nos exime del amor. La ira contra el
prójimo no nos exime del más grande de los mandamientos. Más aún, el momento de
la ira es el momento de responder con amor. Nos llama a abordar el conflicto
con la actitud y conducta de los que viven a Jesús, de los que creen que amar
al prójimo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33).
Incluso cuando alguien nos ha atacado, nos ha engañado, ha sido hostil con
nosotros, nuestra respuesta es dejarnos guiar por el amor. Y esto no significa
negar nuestra ira, sino enfrentar nuestra ira, a la persona contra quien nos
airamos con un comportamiento en armonía con el amor evangélico: honradez,
respeto y sobre todo disposición para el perdón.
Jesús, en medio de la oposición, peleando con sus amigos y con sus
enemigos, habla del amor. Nos habla de un Padre que perdona, que acoge entre
sus brazos al hijo que le ha ofendido; habla del pastor cansado que sale en
busca de una sola oveja perdida; de una mujer sorprendida en adulterio que
experimenta su acogida en vez de su lapidación; de un criminal que muere
saboreándola misericordia y el perdón. Estas historias nos dicen que no podemos
tener vida sin conflictos y que el conflicto nos ofrece la oportunidad de
recuperar algo que hemos perdido, la oportunidad de la curación, de dar la
vuelta a nuestras vidas, la oportunidad de regresar a nuestra casa, la casa del
Padre. NM
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