Día
Litúrgico: Viernes XXXIII (A) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 19,45-48): En aquel tiempo, entrando Jesús en el Templo,
comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: «Está escrito: ‘Mi casa
será casa de oración’. ¡Pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos!».
Enseñaba todos los días en el Templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los
escribas y también los notables del pueblo buscaban matarle, pero no
encontraban qué podrían hacer, porque todo el pueblo le oía pendiente de sus
labios.
«Mi casa será casa de oración»
Comentario: P. Josep LAPLANA OSB Monje de
Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)
Hoy, el gesto de Jesús es profético.
A la manera de los antiguos profetas, realiza una acción simbólica, plena de
significación de cara al futuro. Al expulsar del templo a los mercaderes que
vendían las víctimas destinadas a servir de ofrenda y al evocar que «la casa de
Dios será casa de oración» (Is 56,7), Jesús anunciaba la nueva situación que Él
venía a inaugurar, en la que los sacrificios de animales ya no tenían cabida.
San Juan definirá la nueva relación cultual como una «adoración al Padre en
espíritu y en verdad» (Jn 4,24). La figura debe dejar paso a la realidad. Santo
Tomás de Aquino decía poéticamente: «Et antiquum documentum / novo cedat ritui»
(Que el Testamento Antiguo deje paso al Rito Nuevo»).
El Rito Nuevo es la palabra de Jesús.
Por eso, san Lucas ha unido a la escena de la purificación del templo la
presentación de Jesús predicando en él cada día. El culto nuevo se centra en la
oración y en la escucha de la Palabra de Dios. Pero, en realidad, el centro del
centro de la institución cristiana es la misma persona viva de Jesús, con su
carne entregada y su sangre derramada en la cruz y dadas en la Eucaristía.
También santo Tomás lo remarca bellamente: «Recumbens cum fratribus (…) se dat
suis manibus» («Sentado en la mesa con los hermanos (…) se da a sí mismo con
sus propias manos»).
En el Nuevo Testamento inaugurado por
Jesús ya no son necesarios los bueyes ni los vendedores de corderos. Lo mismo
que «todo el pueblo le oía pendiente de sus labios» (Lc 19,48), nosotros no
hemos de ir al templo a inmolar víctimas, sino a recibir a Jesús, el auténtico
cordero inmolado por nosotros de una vez para siempre (cf. He 7,27), y a unir
nuestra vida a la suya.
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