El
relato no es propiamente una parábola, sino una evocación del juicio final de
todos los pueblos. Toda la escena se concentra en un diálogo largo entre el
juez, que no es otro que Jesús resucitado, y dos grupos de personas: los que
han aliviado el sufrimiento de los más necesitados y los que han vivido
negándoles su ayuda.
A
lo largo de los siglos, los cristianos han visto en este diálogo fascinante «la
mejor recapitulación del Evangelio», «el elogio absoluto del amor solidario» o
«la advertencia más grave a quienes viven refugiados falsamente en la
religión». Vamos a señalar las afirmaciones básicas. Todos los hombres y
mujeres, sin excepción, serán juzgados por el mismo criterio. Lo que da un
valor imperecedero a la vida no es la condición social, el talento personal o
el éxito logrado a lo largo de los años. Lo decisivo es el amor práctico y
solidario a los necesitados de ayuda.
Este
amor se traduce en hechos muy concretos. Por ejemplo, «dar de comer», «dar de
beber», «acoger al inmigrante», «vestir al desnudo», «visitar al enfermo o
encarcelado». Lo decisivo ante Dios no son las acciones religiosas, sino estos
gestos humanos de ayuda a los necesitados. Pueden brotar de una persona
creyente o del corazón de un agnóstico que piensa en los que sufren.
El
grupo de los que han ayudado a los necesitados que han ido encontrando en su
camino no lo ha hecho por motivos religiosos. No ha pensado en Dios ni en
Jesucristo. Sencillamente ha buscado aliviar un poco el sufrimiento que hay en
el mundo. Ahora, invitados por Jesús, entran en el reino de Dios como «benditos
del Padre».
¿Por
qué es tan decisivo ayudar a los necesitados y tan condenable negarles la
ayuda? Porque, según revela el juez, lo que se hace o se deja hacer a ellos se
le está haciendo o dejando de hacer al mismo Dios encarnado en Cristo. Cuando
abandonamos a un necesitado estamos abandonando a Dios. Cuando aliviamos su
sufrimiento lo estamos haciendo con Dios.
Este
sorprendente mensaje nos pone a todos mirando a los que sufren. No hay religión
verdadera, no hay política progresista, no hay proclamación responsable de los
derechos humanos si no es defendiendo a los más necesitados, aliviando su
sufrimiento y restaurando su dignidad.
En
cada persona que sufre, Jesús sale a nuestro encuentro, nos mira, nos interroga
y nos interpela. Nada nos acerca más a él que aprender a mirar detenidamente el
rostro de los que sufren con compasión. En ningún lugar podremos reconocer con más
verdad el rostro de Jesús.
Acompañar
No
es fácil estar a la cabecera de un ser querido cuando se acerca su final. Nadie
nos ha preparado a familiares o amigos para coger su mano y recorrer juntos el
último tramo de su vida. Queremos acertar pero no sabemos muy bien qué
hacer.
Lo
primero es centrar nuestra atención en la persona enferma, no en la enfermedad.
Los médicos y enfermeras se ocuparán de su mal. Nosotros hemos de estar muy
atentos a lo que vive en su interior. Lo nuestro es no dejarle solo,
acompañarlo de cerca con cariño y ternura grande.
Acompañarlo
quiere decir escuchar su pena e impotencia, entender sus deseos de curarse,
comprender su desconcierto y sus miedos. A veces, tendremos que sufrir tal vez
su irritación y sus enfados. No importa. Estamos así aliviando su tensión.
Hemos de evitar siempre lo que puede crear en ese enfermo querido turbación,
resentimiento o tristeza. Hemos de despertar en él paz, confianza y serenidad.
Qué suerte es poder entonces conversar desde la fe para ayudarle, también en
esa hora terrible, a sentirse envuelto por el amor inmenso de Dios. No hay
que utilizar tópicos ni frases vacías de verdad. No hay que decirle que está
bien si él se siente mal. No hay que engañarle cuando sospecha ya lo
inevitable. Son horas sagradas. Tenemos que hacerle preguntas acertadas:
¿Quieres algo más?, ¿Quieres hablar a solas con alguien? ¿Cómo quieres que se
te ayude mejor?
Cuando
el final se acerca, las palabras resultan cada vez más pobres. Lo importante
son ahora los gestos: la mirada cariñosa, el beso suave, la caricia sentida,
nuestras manos apretando la suya. Qué consolador poder sugerir al enfermo una
invocación sencilla y confiada a Dios que pueda repetir en su corazón.
Jesús
declara «benditos de su Padre» a quienes ayudan al necesitado, acogen al
extranjero, visten al desnudo o se acercan al enfermo y al preso, aunque no lo
hagan motivados por fe religiosa alguna. Nadie tan pobre, necesitado y
desvalido como el que está ya cerca de su muerte. Aunque no seamos muy
religiosos o creyentes, Dios nos bendice cuando nos ve ayudándonos mutuamente a
morir con paz.
La
parábola del «juicio final» es, en realidad, una descripción grandiosa del
veredicto final sobre la historia humana. No es fácil reconstruir el relato
original de Jesús, pero la escena nos permite captar la «revolución» que ha
introducido en la orientación del mundo.
Allí
están gentes de todas las razas y pueblos, de todas las culturas y religiones.
Se va a escuchar la última palabra que lo esclarecerá todo. Dos grupos van
emergiendo de aquella muchedumbre. Unos son llamados a recibir la bendición de
Dios: son los que se han acercado con compasión a los necesitados y han hecho
por ellos lo que podían. Otros son invitados a apartarse: han vivido
indiferentes al sufrimiento de los demás.
Lo
que va a decidir la suerte final no es la religión en la que uno ha vivido ni
la fe que ha confesado. Lo decisivo es vivir con compasión ayudando a quien
sufre y necesita nuestra ayuda. Lo que se hace a gentes hambrientas,
inmigrantes indefensos, enfermos desvalidos o encarcelados olvidados por todos,
se le está haciendo al mismo Dios. La religión más agradable a Dios es la ayuda
al que sufre.
En
la escena evangélica no se pronuncian grandes palabras como «justicia»,
«solidaridad» o «democracia». Sobran todas, si no hay ayuda real a los que
sufren. Jesús habla de comida, ropa, algo de beber, un techo para resguardarse.
No
se habla tampoco de «amor». A Jesús le resultaba un lenguaje demasiado
abstracto. No lo usó prácticamente nunca. Aquí se habla de cosas tan concretas
como «dar de comer», «vestir», «hospedar», «visitar», «acudir». En el
«atardecer de la vida» no se nos examinará del amor; se nos preguntará qué
hemos hecho ante las personas que necesitan nuestra ayuda. Así de concreto.
Este
es el grito de Jesús a toda la humanidad: ocupaos de los que sufren, cuidad a
los pequeños. En ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si
no es liberando a las gentes del sufrimiento. Ninguna religión será bendecida
por él si no generan compasión hacia los últimos. JAP
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