La fe se ha convertido para muchos en una experiencia problemática. No
saben exactamente lo que les ha sucedido estos años, pero una cosa es clara: ya
no volverán a creer en lo que creyeron de niños. De todo aquello, solo quedan
algunas creencias de perfil bastante borroso. Cada uno se ha ido construyendo
su propio mundo interior, sin poder evitar muchas veces graves incertidumbres e
interrogantes.
La mayoría de estas personas hacen su «recorrido religioso» de forma
solitaria y casi secreta. ¿Con quién van a hablar de estas cosas? No hay guías
ni puntos de referencia. Cada uno actúa como puede en estas cuestiones que
afectan a lo más profundo del ser humano. Muchos no saben si lo que les sucede
es normal o inquietante.
Los estudios del profesor de Atlanta, James Fowler, sobre el desarrollo
de la fe, pueden ayudar a no pocos a entender mejor su propio recorrido. Al
mismo tiempo, arrojan luz sobre las etapas que ha de seguir la persona para
estructurar su «universo de sentido».
En los primeros estadios de la vida, el niño va asumiendo sin reflexión
las creencias y valores que se le proponen. Su fe no es todavía una decisión
personal. El niño va estableciendo lo que es verdadero o falso, bueno o malo, a
partir de lo que le enseñan desde fuera.
Más adelante, el individuo acepta las creencias, prácticas y doctrinas
de manera más reflexionada, pero siempre tal como están definidas por el grupo,
la tradición o las autoridades religiosas. No se le ocurre dudar seriamente de
nada. Todo es digno de fe, todo es seguro.
La crisis llega más tarde. El individuo toma conciencia de que la fe ha
de ser libre y personal. Ya no se siente obligado a creer de modo tan
incondicional en lo que enseña la Iglesia. Poco a poco comienza a relativizar
ciertas cosas y a seleccionar otras. Su mundo religioso se modifica y hasta se
resquebraja. No todo responde a un deseo de autenticidad mayor. Está también la
frivolidad y las incoherencias.
Todo puede quedar ahí. Pero el individuo puede también seguir ensanchando
su universo interior. Si se abre sinceramente a Dios y lo busca en las zonas
más profundas de su ser, puede brotar una fe nueva. El amor de Dios, creído y
acogido con humildad, da un sentido más hondo a todo. La persona conoce una
coherencia interior más armoniosa. Las dudas no son un obstáculo. El individuo
intuye ahora el valor último que encierran prácticas y símbolos antes
criticados. Se despierta de nuevo la comunicación con Dios. La persona vive en
comunión con todo lo bueno que hay en el mundo y se siente llamada a amar y
proteger la vida.
Lo decisivo es siempre hacer en nosotros un lugar real a Dios. De ahí la
importancia de escuchar la llamada del Profeta: «Preparad el camino del
Señor.». Este camino hemos de abrirlo en lo íntimo de nuestro corazón. JAP
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