Me ha costado. Pero, poco a poco,
me voy llenando de una confianza esplendida en Dios y su voluntad. Y es que no
es fácil vivir el Evangelio: amar al que no te ama, perdonar al que te hace
daño, confiar en las promesas de Dios, aprender a vivir en sus manos amorosas.
La verdad es que con mis fuerzas,
jamás podría. Por eso creo que “todo” es gracia de Dios...
Jesús, sabiendo cómo somos, nos
dejó este consejo maravilloso, para fortalecer nuestras vidas:
“Velad y orad, para que no caigáis
en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38).
Pienso mucho en cuánto me falta la
oración.
Hace poco una persona amable, en
apariencia, se me acercó para conversar. Al final, cuando me despedía, y estaba
desprevenido, lanzó una palabra hiriente, sonriendo de satisfacción. Fue un
momento extraño. Perdoné sin comprender. Y es que para perdonar, basta amar.
La gracia de Dios te ayuda a no
perder la serenidad, mirar con ojos compasivos, tener caridad con todos. Y pedir
perdón tan pronto podamos por nuestros errores.
Recordé aquello que una vez leí:
“Cuando hablamos mal de una
persona, o lo indisponemos ante otros, es como lanzarle un dardo envenenado al
corazón. Pero ese dardo, antes de llegar a tu víctima, primero atraviesa el
corazón amable de Dios”.
En situaciones así, me encanta
recordar este pensamiento de san Alberto Hurtado: “¿Qué haría Cristo en mi
lugar?”.
Me parece que la respuesta es:
Amar. Perdonar. Devolver bien por mal.
Una vez, un desconocido telefoneó
a mi casa. Respondí y empezó a decir malas palabras y a ofender. Con calma,
empecé a rezar en voz alta, mientras él hablaba:
“Dios te salve María, llena eres
de gracia…”
La persona al escuchar mi oración
se detuvo. Titubeó. “Ehh… No sabía…
perdone, perdone…” y colgó.
El amor todo lo puede. Y todo lo
da. CdeC
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