domingo, 17 de diciembre de 2017

¿Qué haría Cristo en mi lugar?

Me ha costado. Pero, poco a poco, me voy llenando de una confianza esplendida en Dios y su voluntad. Y es que no es fácil vivir el Evangelio: amar al que no te ama, perdonar al que te hace daño, confiar en las promesas de Dios, aprender a vivir en sus manos amorosas.
La verdad es que con mis fuerzas, jamás podría. Por eso creo que “todo” es gracia de Dios...
Jesús, sabiendo cómo somos, nos dejó este consejo maravilloso, para fortalecer nuestras vidas:
“Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38).
Pienso mucho en cuánto me falta la oración.
Hace poco una persona amable, en apariencia, se me acercó para conversar. Al final, cuando me despedía, y estaba desprevenido, lanzó una palabra hiriente, sonriendo de satisfacción. Fue un momento extraño. Perdoné sin comprender. Y es que para perdonar, basta amar.
La gracia de Dios te ayuda a no perder la serenidad, mirar con ojos compasivos, tener caridad con todos. Y pedir perdón tan pronto podamos por nuestros errores.
Recordé aquello que una vez leí:
“Cuando hablamos mal de una persona, o lo indisponemos ante otros, es como lanzarle un dardo envenenado al corazón. Pero ese dardo, antes de llegar a tu víctima, primero atraviesa el corazón amable de Dios”.
En situaciones así, me encanta recordar este pensamiento de san Alberto Hurtado: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”.
Me parece que la respuesta es: Amar. Perdonar. Devolver bien por mal.
Una vez, un desconocido telefoneó a mi casa. Respondí y empezó a decir malas palabras y a ofender. Con calma, empecé a rezar en voz alta, mientras él hablaba:
“Dios te salve María, llena eres de gracia…”
La persona al escuchar mi oración se detuvo. Titubeó. “Ehh… No sabía… perdone, perdone…” y colgó.
El amor todo lo puede. Y todo lo da. CdeC

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