Las primeras comunidades cristianas vivieron años muy
difíciles. Perdidos en el vasto Imperio de Roma, en medio de conflictos y
persecuciones, aquellos cristianos buscaban fuerza y aliento esperando la
pronta venida de Jesús y recordando sus palabras: “Vigilad. Vivid despiertos. Tened los ojos abiertos. Estad alerta”.
¿Significan todavía algo para nosotros las llamadas de Jesús
a vivir despiertos?
¿Qué es hoy para los cristianos poner nuestra esperanza en
Dios viviendo con los ojos abiertos?
¿Dejaremos que se agote definitivamente en nuestro mundo
secular la esperanza en una última justicia de Dios para esa inmensa mayoría de
víctimas inocentes que sufren sin culpa alguna?
Precisamente, la manera más fácil de falsear la esperanza
cristiana es esperar de Dios nuestra salvación eterna, mientras damos la
espalda al sufrimiento que hay ahora mismo en el mundo. Un día tendremos que
reconocer nuestra ceguera ante Cristo Juez: ¿Cuándo te vimos hambriento o
sediento, extranjero o desnudo, enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? Este
será nuestro dialogo final con él si vivimos con los ojos cerrados.
Hemos de despertar y abrir bien los ojos. Vivir vigilantes
para mirar más allá de nuestros pequeños intereses y preocupaciones. La
esperanza del cristiano no es una actitud ciega, pues no olvida nunca a los que
sufren. La espiritualidad cristiana no consiste solo en una mirada hacia el
interior, pues su corazón está atento a quienes viven abandonados a su suerte.
En las comunidades cristianas hemos de cuidar cada vez más
que nuestro modo de vivir la esperanza no nos lleve a la indiferencia o el
olvido de los pobres. No podemos aislarnos en la religión para no oír el clamor
de los que mueren diariamente de hambre. No nos está permitido alimentar
nuestra ilusión de inocencia para defender nuestra tranquilidad.
Una esperanza en Dios, que se olvida de los que viven en esta
tierra sin poder esperar nada, ¿no puede ser considerada como una versión
religiosa de cierto optimismo a toda costa, vivido sin lucidez ni
responsabilidad? Una búsqueda de la propia salvación eterna de espaldas a los
que sufren, ¿no puede ser acusada de ser un sutil “egoísmo alargado hacia el
más allá”?
Probablemente, la poca sensibilidad al sufrimiento inmenso
que hay en el mundo es uno de los síntomas más graves del envejecimiento del
cristianismo actual. Cuando el Papa Francisco reclama “una Iglesia más pobre y
de los pobres”, nos está gritando su mensaje más importante a los cristianos de
los países del bienestar. JAP
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