Los talentos, es decir, los dones de la vida, aquello
que somos, los podemos considerar como una fortuna. Pero haremos bien en no
olvidar nuestra responsabilidad: del uso que hagamos de ellos dependerá nuestra
salvación.
Así lo manifiesta el Evangelio. Al siervo negligente lo
condena no por lo que hizo, sino por lo que dejó de hacer. No porque perdió el
dinero, sino porque no lo usó: y a ese siervo inútil, arrojadle a las
tinieblas. En el juicio final, no acusa a los que están a su izquierda de
haberle golpeado, insultado o robado. Cristo no les reprocha alguna acción
deshonesta que hayan cometido. Sólo les echa en cara el bien que no le
hicieron: cuando no lo hicisteis a mis hermanos, tampoco a mí me lo hicisteis.
Malvado llama Cristo al siervo perezoso. ¿Por qué?
Porque el talento que había recibido no le pertenecía.
Era de Dios. El mismo lo confiesa: Señor, aquí tienes tu talento. A él le
correspondía administrarlo conforme al deseo de su dueño.
Pero es que, además, cuando Dios concede a alguien un
talento, está pensando en todos aquellos a quienes beneficiará cuando ese
talento produzca. De ahí que el pecado de omisión, el no producir intereses con
el talento recibido, se convierta en un auténtico robo, en traición a los hermanos
para quienes estaba destinado.
Nos escandaliza y duele la traición de Judas. La
Iglesia naciente chorreó sangre y se estremeció en sus cimientos ante ella.
Pero salió victoriosa por la fidelidad militante y operosa de los once
apóstoles. Si éstos no hubieran trabajado hasta la muerte por el triunfo de la
Iglesia, ¿no hubieran sido ellos los auténticos traidores, mil veces más
culpables que el mismo Judas?
Nuestra tarea como cristianos es similar a la de los
once. Dios en su designio misterioso ha querido ligar la salvación de los
hombres a nuestra fidelidad y a nuestro celo apostólico de cada cristiano. Ahí
está el gran talento que coloca con cuidado en nuestras manos. ¡Qué misterio de
bondad por parte de Dios pero qué inmensa responsabilidad para cada uno de
nosotros!
No omitamos, pues, ni la más pequeña ocasión para hacer
el bien. Cuesta poco y da mucho fruto saludar con una sonrisa al vecino,
felicitar al compañero de trabajo cuando le ha salido bien su tarea, defender
al Papa en una conversación, visitar a tal enferma que se encuentra enferma o
sola...
Valoremos nuestros talentos. Seamos conscientes de las
inmensas oportunidades que Dios nos da durante el día para colaborar con Él en
la extensión de su Reino. Así podremos escuchar de sus labios aquellas otras
palabras tan consoladoras: “Animo, siervo bueno y fiel...”
Gracias, Señor, por los talentos que me has dado y la
confianza que me muestras. Lucharé con celo por hacerlos fructificar. Pero sin
angustia: lo esencial para Ti no es la cantidad conseguida, sino el amor y el
esfuerzo. JLR
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