Un hombre recibió el bautismo, fue a catequesis, hizo la Primera
comunión, se casó por la Iglesia. Un buen día, deja a su esposa y a sus hijos,
se escapa con el dinero y va a vivir con una amante.
Otra persona recibió una buena formación católica hasta la adolescencia.
Luego, dejó de lado lo que había aprendido, acogió nuevas ideas, tomó posturas
radicales, y terminó en un grupo terrorista donde cometió decenas de
asesinatos.
Una mujer, de niña y adolescente, se confesaba, comulgaba, rezaba, leía
el Evangelio. Pasados los años, se casó. Cuando inició el embarazo de su tercer
hijo, fue al hospital para abortarlo.
Un gobernante conoció, durante su infancia y juventud a buenos
sacerdotes, leyó libros con sanos contenidos. Pero el poder poco a poco creció
en su alma. Un buen día, apoyado por algunos militares que también habían sido
católicos, decidió empezar una terrible e injusta guerra contra el país vecino.
La lista podría aumentarse hasta el infinito. Porque son muchos,
muchísimos, los católicos que un día dejaron de lado el Evangelio y prefirieron
vivir bajo la esclavitud de la avaricia, la lujuria, el odio, la envidia, la
sed de venganza, el miedo a las presiones del mundo.
¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué hay tantos católicos que manchan la belleza
del mensaje cristiano? El motivo es sencillo: porque si dejamos de vigilar, si
permitimos que el mal entre en los corazones, sucumbimos.
Por eso vale siempre la invitación de Cristo: “Velad y orad, para que no
caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc
14,38). Sólo desde Dios es posible conservar fielmente el mensaje recibido del
Señor sin que nos perdamos por el camino. “Por tanto, es preciso que prestemos
mayor atención a lo que hemos oído, para que no nos extraviemos” (Hb 2,1).
Los fallos de los cristianos, nos duele reconocerlo, quedan escritos
como parte de la historia humana. Frente a aquellos hermanos nuestros que han
caído, frente a las propias faltas (no podemos decir que no tenemos pecados sin
alejarnos de la verdad, 1Jn 1,8-10), necesitamos renovar la confianza, recurrir
con humildad y arrepentimiento al sacramento de la confesión, y abrirnos al
gran milagro: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
Si de verdad nos dejamos curar por Cristo, si le permitimos entrar a
fondo para que limpie las tinieblas de nuestros corazones, podremos amar mucho,
porque se nos perdonó mucho (Lc 7,47). Entonces nos convertiremos en miembros
vivos y sanos de la Iglesia, regeneradores del mundo, transmisores de esperanza
a quienes necesitan encontrar a su lado testigos fieles y buenos de la belleza
del Evangelio. FP
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