Que unos
esposos quieran tener un hijo parece lo más normal del mundo. Que lo quieran
tener “a cualquier precio” implica serios problemas éticos.
La técnica
ofrece hoy muchas posibilidades para ayudar a quienes desean tener un hijo.
Pero no todas las técnicas son igualmente buenas. Conviene valorarlas según
varios criterios: médicos, económicos, psicológicos, sociales, biológicos;
sobre todo, éticos, pues nunca se puede hacer algo malo para conseguir un
resultado bueno.
Si dos esposos
no pueden tener hijos, lo primero que habría que buscar es curar las causas de
la esterilidad (de él, de ella, o de los dos a la vez). Según estudios
recientes, alrededor de un 70 % de parejas estériles pueden recuperar, con la
ayuda médica, la fecundidad. Pero si esto no resultase posible, el recurrir a
técnicas que implican sustituir a uno de los esposos con un “donante anónimo”
(en las así llamadas técnicas heterólogas) no es una solución adecuada, porque
hiere, de un modo no siempre consciente y claro, a aquel esposo o esposa que ha
sido suplantado por otro a la hora de lograr la concepción del hijo.
En efecto, un
hijo que nace de un donador extraño al matrimonio depende, biológicamente, de
un padre o de una madre desconocidos, y ello puede influir muy negativamente en
la vida de la pareja, aunque al inicio los dos digan que están de acuerdo con
el método escogido.
A pesar de
estos inconvenientes, hay clínicas que ofrecen la “solución” del recurso a los
donadores anónimos de esperma o de óvulos, como si esto fuese algo “normal”. No
parece, sin embargo, algo normal que un niño no pueda saber quién es su
verdadero padre o su verdadera madre. No pueden saberlo ni siquiera los padres
legales (los que han pedido la fecundación heteróloga), por “respeto” al
anonimato del donante.
Alguno dirá
que en el adulterio puede pasar algo parecido: nace un niño que proviene de
alguien ajeno al matrimonio. Sin embargo, incluso en esos casos la madre puede
llegar a recordar de qué persona ha nacido su hijo. En la fecundación
artificial heteróloga, sólo el hospital o las autoridades públicas, si llevan
los registros adecuados, sabrían quiénes son los verdaderos padres de la nueva
creatura.
El secreto
acerca de un dato tan importante como el del propio origen genético no parece
ni justo ni democrático en un mundo que quiere ser libre y que defiende, con
numerosos acuerdos internacionales, los derechos del niño. Entre ellos
encontramos el siguiente: “El niño será inscrito inmediatamente después de su
nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una
nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser
cuidado por ellos” (Convención sobre los Derechos del Niño, Asamblea General de
la ONU, 20 de noviembre de 1989, artículo 7).
En un nivel
distinto del anterior, hay que recordar que no pueden ser justas aquellas
técnicas que impliquen daños en los embriones, o, incluso, que planeen la
destrucción de los que “sobren”.
Esto ocurre
con frecuencia cuando se hace recurso a la fecundación “in vitro” (FIV), en la
que suelen ser fertilizados bastantes óvulos con el fin de asegurar un mayor
porcentaje de éxito. Los embriones que “sobran”, o son congelados para ver si
los padres deciden acogerlos en un nuevo intento de embarazo, o son destruidos,
si es que no son “vendidos” o regalados, como se regalan los alimentos que
llegan a su fecha de caducidad en los grandes supermercados... No puede ser
buena una técnica que trata a los seres humanos como un objeto sin valor o como
un pobre animal minúsculo con el que se pueden hacer experimentos (aunque estén
regulados por “normas muy estrictas”).
Los esposos
deben comprender que buscar un hijo “a cualquier precio” no puede ser algo
bueno, si en ese “precio” se incluyen desórdenes como los que hemos mencionado
antes. El hijo es un don, es algo que se recibe, que no se merece. Los dones se
aceptan con respeto, con cariño, con responsabilidad. Si el hijo se convierte
en un objeto fabricado por la técnica o es conseguido de un modo injusto o
violento, los padres corren el riesgo de verlo como una posesión más, como el
abrigo que hoy se compra y mañana queda olvidado en un armario. Por lo mismo,
técnicas como la FIV o la ICSI, que implican una concepción de seres humanos en
laboratorio, por la acción de los médicos que trabajan sobre las células
reproductoras, implica un dominio sobre la vida que no puede recibir un juicio
ético positivo.
El don, en
cambio, interpela a la acogida en un clima de respeto y de amor. De este modo,
si Dios así lo quiere, cada hijo también podrá llegar a ser un día un nuevo
padre o madre en el mundo de los humanos. Podrá, además, respetar y querer a
los padres que lo amaron por lo que era, sin permitir que fuese “producido”
según planes prefijados con la mirada atenta de científicos expertos, pero no
siempre capaces de reconocer la dignidad de cada uno de los embriones que
manejan en sus laboratorios.
Cuando no
llega el don, cuando no es posible que nazca el hijo, no se priva a los esposos
de algo a lo que “tenían derecho”. Podrán vivir entonces su amor de un modo
especial, distinto del de la mayoría de los que sí pueden tener hijos. Tal vez
podrán adoptar un niño, pero siempre en función del bien del pequeño, y no
simplemente para satisfacer los propios deseos personales.
La vocación al
amor pide a los esposos aceptarse hasta la muerte, “en la salud o en la
enfermedad”, en la esterilidad o en la pobreza. Es cierto que fracasan
matrimonios con hijos y que fracasan matrimonios sin hijos. Pero también es
cierto que los unos y los otros pueden triunfar, pueden vivir el amor hasta el
final. A todos se les pide una generosidad total, sin la cual no es posible el
éxito de ningún matrimonio. Así es el verdadero amor, sin condiciones. Así una
pareja, con o sin hijos, puede llegar a vivir, con plena madurez, su mutua
donación, quizá incluso más allá de la muerte... FP
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