Humildad en
Belén
El
nacimiento del Mesías no pudo haber sido más sencillo y humilde. Una cueva. Un
pesebre con pajas. Un buey y una mula. Simplicidad y ocultamiento envueltos en
silencio.
Pero
no muy lejos de allí, un ángel del Señor se presentaba a unos pastores y les
anunciaba con júbilo: “os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor”.
Luego, una multitud del ejército celestial que se puso a armar un jaleo
imponente en el cielo, cantando a grandes voces...
Los
pastores, al llegar al lugar del nacimiento, contaron emocionados todo eso a
María. Todos se maravillaban de lo que decían aquellas simples personas,
mientras Ella, “por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón...” No es esa la reacción normal de una mujer o de un hombre ante tales
acontecimientos... Cualquiera de nosotros se hubiera puesto a presumir
(¿discretamente?) comentando a los que ya empezaban a juntarse: “fijaos, todo
esto por mi hijo; si será importante...” María no procedió así.
Unos
días después. Los chiquillos del pueblo pasaron por las calles de Belén
anunciando a voz en grito: “¡Que llega gente importante! ¡Con camellos y
caballos y cofres...!”
Y
así era. Llegaban a la aldea unos Reyes Magos de Oriente. Fueron guiados por
una estrella. Iban derechitos a la casa donde estaban la pareja de extranjeros
recién llegados a Belén, a los que les acaba de nacer un hijo. Entraron en la
casa. Se postraron adorando al Niño. Le entregaron oro, incienso y mirra
(homenaje ofrecido a los Reyes...).
Eso
era como para llenar de ínfulas a cualquiera de nosotros. El montón de curiosos
que ya tapaba la puerta, estarían boquiabiertos... Pero a María no se le subió
el incienso a la cabeza; ni la mirra, ni el oro. Además, ni tiempo tuvo. Tras
atender debidamente a sus ilustres huéspedes, debieron salir con premura a
Egipto. Porque a los pocos días se les avisó de que Herodes buscaba al Niño
para matarlo...
¡Qué
lástima! -podríamos pensar nosotros-. Justo ahora que se había corrido su fama
por Belén y por toda la región. Justo ahora que empezaban a ser gente
importante para todos aquellos aldeanos...
Nosotros
seguramente habríamos obrado muy diversamente. Nosotros quizá habríamos
aprovechado la lograda situación social y económica para hacernos proteger y
esconder por los muchos admiradores que ya tendríamos en Belén. Nosotros quizá,
dado que había oro abundante, habríamos pagado a un buen puñado de
guardaespaldas y de soldados para velar y defender al Niño contra la guardia de
Herodes. Nosotros, sintiéndonos famosos, ricos, fuertes e inteligentes, quizá
habríamos desafiado así la prepotencia del tirano. Nosotros quizá habríamos
hecho todo eso quedándonos cómodamente en Belén, pero desatendiendo
temerariamente la voluntad de Dios.
María,
no. Ella con José y el Niño, tomando lo necesario y dejando lo demás a los
necesitados, huyeron a Egipto. ¡Eso es aceptar y vivir con humildad y sencillez
la voluntad de Dios! Aunque cueste. Y costó lo suyo.
Humildad en
Egipto.
Llegaron
a Egipto. Allí ya no eran nadie. Inmigrantes. Tuvieron que empezar de cero.
Casa, trabajo, amistades... todo. A ganarse la vida. Porque del oro de los
reyes ya no les quedaría nada. No debían estar muy acostumbrados a tener tanto
y en pocos días habrían ya repartido casi todo a los pobres e indigentes de los
barrios vecinos. Y quién sabe si calcularon bien para el viaje... Total, que lo
más seguro es que no les debía quedar apenas nada.
Parece
increíble, pero así fue. El Hijo de Dios, la Madre de Dios y el bueno de José,
de inmigrantes. Ganándose la vida en Egipto, como podían. Salieron adelante
confiados en la providencia y gracias a su trabajo y a no pocos sacrificios y
privaciones, sobrellevados con una sencillez admirable y conmovedora. Dios no
pudo dejar de bendecir un amor y un esfuerzo tan impregnados de humildad.
Humildad durante
la presentación de Jesús en el tempo de Jerusalén.
Recuerda
el evangelista que “cuando se cumplieron los días de la purificación...” Pero,
purificación... ¿De qué? ¿De quién? Si nunca ha existido ni existirá mujer más
pura que aquella María de Nazaret...
Y
prosigue el relato sagrado: “para presentarlo al Señor...” Pero, si el Señor
era precisamente aquel bebé que María llevaba en brazos y acariciaba con
ternura...
Sí.
Al recordar la purificación de María y la presentación del Niño en el templo,
asombra cómo se dan la mano la humildad de María y el amor a la misión del
mismo Cristo. Ni María necesitaba purificarse, pues es la Inmaculada, ni Jesús
niño necesitaba ofrecerse al Padre, pues toda su vida no tenía otro sentido,
otra finalidad distinta de la de hacer la voluntad de Dios.
Pues,
nada. Ahí van, humildemente, a cumplir lo prescrito por la ley, a obedecer.
Como Dios manda.
En
esto, apareció el anciano Simeón, que se prodigó en alabanzas al Niño: “porque
han visto mis ojos tu salvación... luz para iluminar a los gentiles y gloria de
tu pueblo Israel”. Y por si no era suficiente, se presentó también la profetisa
Ana, que no paraba de alabar a Dios y hablaba del Niño a todo el mundo...
Y
José y María, la Madre de ese gran Salvador, no podían permitirse ni siquiera
un cordero de un año... No tenían más que para un par de tórtolas... Sí, eso;
lo de la gente pobre y humilde. Sus ahorros no les daban para más... Paciencia,
claro; pero sobre todo, humildad.
Nosotros,
sin duda, hubiéramos organizado otra entrada “como Dios manda”. Una entrada
triunfal, como se merece el Mesías y su Madre. Con trompetas, carrozas,
presentes valiosísimos para el Templo, con alfombra roja y transmitiéndolo todo
en directo al mundo entero vía satélite. Porque nosotros tenemos en mucho eso
de ser alcanzados por la fama y eso de tener importancia y una “posición”
considerable y de cierta categoría. Nosotros somos bastante soberbios y
orgullosos. Y aquí la Virgen con su humildad y sencillez, nos está recordando
que todo eso que nos parece tan importante, a los ojos de Dios no vale
absolutamente nada, si está al margen de su voluntad.
Humildad en
Nazaret.
¡Cuánto
tiempo en la más pura simplicidad y ocultamiento! Treinta años de vecindad en
Nazaret. Ni un sólo gesto o actitud en María que indicara a los vecinos y
vecinas su verdadero rango, su fenomenal categoría de Madre de Dios, de Reina
del cielo y de todo el universo.
¡Que
diversos, a veces, hemos salido sus hijos! Nosotros, disimulando nuestros
defectos. María, disimulando sus grandezas.
Ella,
durante treinta años, tratando de ocultar que es Madre del Mesías, del
Salvador, Reina del universo. Ella, con el vestidito usado y remendado de los
días de labor. La mujer del carpintero. Una vecina más de Nazaret.
Treinta
años siendo Reina, y aparentando ser una vecina más. Treinta años siendo Madre
de Dios y apareciendo como la mujer del carpintero del pueblo. Ella, que era la
única persona en el mundo que ha podido decirle a Dios: “Hijo mío...” La única
que pudo mandar a Dios a la fuente con el cántaro; o al huerto, con el
borriquillo...
Treinta
años sin darse importancia. La humildad de María en Nazaret parece haberse
adentrado de lleno en los confines de lo heroico. Y aún más si consideramos que,
en aquel pueblecito, la Virgen tuvo que añadir a lo anterior el peso humillante
de la murmuración y la calumnia.
Sí.
Cuando por la aldea se corría la voz de la locura de Cristo... Cuando
murmurando se le consideraba endemoniado, amigo de publicanos y pecadores,
borracho y glotón... O cuando, aquel día, después de su intervención en la
sinagoga, estuvieron a punto de despeñarlo en su misma tierra...
Después
de todo eso, María no desapareció de Nazaret. No se volvió a marchar a
Egipto... No. Soporto con humildad y silencio lo que por ahí se comenzaba a
decir, lógicamente, también de Ella: “ahí va la madre del loco, la madre del
endemoniado, la madre del tal por cual...”
Cuánto
necesitamos nosotros estar, como María Santísima, Virgen de humilde y obediente,
listos ante la calumnia, el desprecio, la incomprensión y la indiferencia.
Listos en la humildad, que es olvido de sí mismo, que es aceptación sumisa y
confiada de lo que Dios mande y permita...
Humildad en
Pentecostés.
Aquella
mañana de Pentecostés, por las plazas de Jerusalén, los Apóstoles comenzaron a
organizar un lío de mucho cuidado. Mientras tanto, por una calle cualquiera, pasaba María desapercibida,
quizá con la cesta de la compra...
Ella,
la persona más excelsa de la Iglesia, venga a merecer gracias de Dios para que
allá, en la plaza, miles y más miles de gentes comenzaran a convertirse al
Cristianismo, al oír a San Pedro hablando en griego, en hebreo, en latín, en
inglés y en todo...
Ella,
en la humildad de su faena diaria, de su trabajo y silencio hecho oración, era
tan apóstol como el que más. A decir verdad, más que cualquiera de ellos.
Ninguno lo hubiera sido, ni lo será nunca, sin la intercesión callada y humilde
de María.
María,
Virgen humilde y obediente, ¡qué Madre tenemos en Ti! CN
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