Texto del
Evangelio (Jn 4,43-54): En aquel
tiempo, Jesús partió de Samaría para Galilea. Jesús mismo había afirmado que un
profeta no goza de estima en su patria. Cuando llegó, pues, a Galilea, los
galileos le hicieron un buen recibimiento, porque habían visto todo lo que
había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la
fiesta. Volvió, pues, a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino
Había un
funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando se enteró de
que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue donde Él y le rogaba que bajase
a curar a su hijo, porque se iba a morir. Entonces Jesús le dijo: «Si no veis
señales y prodigios, no creéis». Le dice el funcionario: «Señor, baja antes que
se muera mi hijo». Jesús le dice: «Vete, que tu hijo vive».
Creyó el
hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Cuando
bajaba, le salieron al encuentro sus siervos, y le dijeron que su hijo vivía.
El les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor. Ellos le
dijeron: «Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre». El padre comprobó que era
la misma hora en que le había dicho Jesús: «Tu hijo vive», y creyó él y toda su
familia. Esta nueva señal, la segunda, la realizó Jesús cuando volvió de Judea
a Galilea.
«Jesús partió de Samaría para
Galilea»
Comentario:
Rev. D. Ramon Octavi SÁNCHEZ i Valero (Viladecans, Barcelona, España)
Hoy volvemos a encontrar a Jesús en Caná de
Galilea, donde había realizado el conocido milagro de la conversión del agua en
vino. Ahora, en esta ocasión, hace un nuevo milagro: la curación del hijo de un
funcionario real. Aunque el primero fue espectacular, éste es —sin duda— más
valioso, porque no es algo material lo que se soluciona con el milagro, sino
que se trata de la vida de una persona.
Lo que llama la atención de este nuevo milagro es
que Jesús actúa a distancia, no acude a Cafarnaúm para curar directamente al
enfermo, sino que sin moverse de Caná hace posible el restablecimiento: «Le
dice el funcionario: ‘Señor, baja antes que se muera mi hijo’. Jesús le dice:
‘Vete, que tu hijo vive’» (Jn 4,49.50).
Esto nos recuerda a todos nosotros que podemos
hacer mucho bien a distancia, es decir, sin tener que hacernos presentes en el
lugar donde se nos solicita nuestra generosidad. Así, por ejemplo, ayudamos al
Tercer Mundo colaborando económicamente con nuestros misioneros o con entidades
católicas que están allí trabajando. Ayudamos a los pobres de barrios
marginales de las grandes ciudades con nuestras aportaciones a instituciones
como Cáritas, sin que debamos pisar sus calles. O, incluso, podemos dar una
alegría a mucha gente que está muy distante de nosotros con una llamada de
teléfono, una carta o un correo electrónico.
Muchas veces nos excusamos de hacer el bien
porque no tenemos posibilidades de hacernos físicamente presentes en los
lugares en los que hay necesidades urgentes. Jesús no se excusó porque no
estaba en Cafarnaúm, sino que obró el milagro.
La distancia no es ningún problema a la hora de
ser generoso, porque la generosidad sale del corazón y traspasa todas las
fronteras. Como diría san Agustín: «Quien tiene caridad en su corazón, siempre
encuentra alguna cosa para dar».
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