Cervantes llamó a la envidia “carcoma de todas las virtudes y
raíz de infinitos males. Todos los vicios —añadía— tienen un no sé qué deleite
consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia”.
La envidia no es la admiración que sentimos hacia algunas
personas, ni la codicia por los bienes ajenos, ni el desear tener las dotes o
cualidades de otro. Es otra cosa.
La envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es quizá uno
de los vicios más estériles y que más cuesta comprender y, al tiempo, también
probablemente de los más extendidos, aunque nadie presuma de ello (de otros
vicios sí que presumen muchos).
Quiere dañar
pero se daña a sí mismo
La envidia va destruyendo —como una carcoma— al envidioso. No
le deja ser feliz, no le deja disfrutar de casi nada, pensando en ese otro que
quizá disfrute más. Y el pobre envidioso sufre mientras se ahoga en el
entristecimiento más inútil y el más amargo: el provocado por la felicidad
ajena.
El envidioso procura aquietar su dolor disminuyendo en su
interior los éxitos de los demás. Cuando ve que otros son más alabados, piensa
que la gloria que se tributa a los demás se la están robando a él, e intenta
compensarlo despreciando sus cualidades, desprestigiando a quienes sabe que
triunfan y sobresalen. A veces por eso los pesimistas son propensos a la
envidia.
Wilde decía que “cualquiera es capaz de compadecer los
sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para
alegrarse con los éxitos de un amigo”. La envidia nace de un corazón torcido, y
para enderezarlo se precisa de una profunda cirugía, y hecha a tiempo.
Observar lo
positivo
Para superar la envidia, es preciso esforzarse por captar lo
que de positivo hay en quienes nos rodean: proponerse seriamente despertar la
capacidad de admiración por la gente a la que conocemos.
Hay muchas cosas que admirar en las personas que nos rodean.
Lo que no tiene sentido es entristecerse porque son mejores, entre otras cosas
porque entonces estaríamos abocados a una tristeza permanente, pues es evidente
que no podemos ser nosotros los mejores en todos los aspectos.
La envidia lleva también a pensar mal de los demás sin
fundamento suficiente, y a interpretar las cosas aparentemente positivas de
otras personas siempre en clave de crítica. Así, el envidioso llamará ladrón y
sinvergüenza a cualquiera que triunfe en los negocios; o interesado y adulador
a aquél que le está tratando con corrección; o, como muestra de envidia más
refinada, al hablar de ése que es un deportista brillante, reconocido por
todos, dirá: “ese imbécil, ¡qué bien juega!”.
Admirarse de las dotes o cualidades de los demás es un
sentimiento natural que los envidiosos ahogan en la estrechez de su corazón. AA
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