El piloto
Chuck Yeager inició la era de los vuelos supersónicos el 14 de octubre de 1947,
cuando rompió la famosa barrera del sonido, aquel «invisible muro de ladrillos»
que tan intrigado mantenía a todo el mundo científico de la época.
Por aquel
entonces, algunos investigadores aseguraban disponer de datos científicos
seguros por los que aquella barrera debía ser impenetrable. Otros decían que
cuando el avión alcanzara la velocidad Mach 1 sufriría un tremendo impacto en
su fuselaje y explotaría. Tampoco faltaron en medio de aquel debate quienes
aventuraron posibles saltos hacia atrás en el tiempo y otros efectos
sorprendentes e impredecibles.
El caso
es que aquel histórico día de 1947, Yeager alcanzó con su avión Bell Aviation
X-1 la velocidad de 1126 kilómetros por hora (Mach 1.06). Hubo diversas dudas y
controversias sobre si verdaderamente había superado esa velocidad, pero tres
semanas después alcanzó Mach 1.35, y seis años más tarde llegó hasta Mach 2.44,
con lo que el mito de aquella barrera impenetrable se volatilizó definitivamente.
En su
autobiografía, Yeager dejó escrito: «Aquel día de 1947, cuanto más rápido iba,
más suave se hacía el vuelo. Cuando el indicador señalaba Mach 0.965, la aguja
comenzó a vibrar, y poco después saltó en la escala por encima de Mach 1. ¡Creí
que estaba viendo visiones! Me encontraba volando a una velocidad supersónica y
aquello iba tan suave que mi abuela hubiese podido ir sentada allá atrás
tomándose una limonada.»
«Fue entonces
cuando comprendí —proseguía Yeager— que la verdadera barrera no estaba en el
sonido, ni en el cielo, sino en nuestra cabeza, en nuestros conocimientos.»
En la vida
diaria puede sucedernos a veces algo parecido. Tenemos planteadas en la cabeza
muchas barreras a nuestra mejora personal, y nos parece que superarlas es algo
imposible, o al menos que nos supondría un esfuerzo tremendo, o nos amargaría
la existencia: algo parecido a lo que sucedía hace cincuenta años a quienes
hablaban de la misteriosa barrera del sonido.
Sin embargo,
superar la barrera de nuestros defectos es algo que, sin ser fácil —como no lo
fue superar aquella barrera del sonido—, no es tampoco tan difícil; y sobre
todo, que cuando lo logramos, nos encontramos —como experimentó Yeager aquel
histórico día— con una nueva dimensión de la vida, quizá desconocida hasta
entonces para nosotros, y que resulta mucho más satisfactoria y gratificante de
lo que podíamos imaginar.
El camino de
la virtud y de los valores es un camino que permanece oculto para muchas
personas, que lo ven como algo frío, aburrido o triste, cuando en realidad se
trata de un camino alegre, interesante, incluso seductor.
Pongamos un
ejemplo. Trabajar de mala gana, hacer siempre lo mínimo posible, mostrarse
egoísta e insolidario con los compañeros..., es el modo de plantear la
profesión que rige la vida de bastantes personas. Algunas de ellas quizá
piensan que trabajar con empeño e ilusión, o pensando en los demás, es un
planteamiento utópico, un sueño inaccesible, un ideal para ingenuos. Otros
quizá dicen que es un deseo muy bonito, pero lo ven como algo lejano y
agotador; o que les supondría tal esfuerzo que no compensa ni intentarlo; o que
lo han intentado pero les falta fuerza de voluntad. Otros dirán que también lo
intentaron, pero por culpa de... (Póngase aquí lo que proceda), ahora... ya
pasan de todo. Y en casi todos los casos, parecen ignorar que ellos mismos son
los principales perjudicados con esa actitud.
Aquel famoso
debate de hace cincuenta años se repite con frecuencia en la vida diaria de
muchas personas. Quizá lo mejor en este caso sea atravesar esa barrera y ver
qué sucede. AA
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