Un día en que los paganos habían organizado juegos en honor del dios Marte, Gordio se mostró de nuevo en la ciudad y, presentándose en medio de los espectadores, pronunció en alta voz estas palabras del profeta: «Los que no me buscan me han encontrado; yo me presento en el gran día a los que no me pedían» (Isaías 65,1 y Romanos 10,20). Con esto quiso hacer comprender a todos que venía por sí mismo a declararse cristiano. Entonces se apoderaron de su persona y lo condujeron delante del gobernador. Gordio dio a conocer su nombre, su país, su categoría de centurión, el motivo de su retiro y el de su regreso a la ciudad: «No me preocupo de todos vuestros edictos, creo en Jesucristo, mi esperanza y mi sostén; sé que sobrepasáis en crueldad a los otros representantes del Emperador; he aprovechado la ocasión de obtener lo que es el objeto de mis deseos». El gobernador le hizo comprender que se exponía a los tormentos más horribles, si perseveraba en esta actitud, pero Gordio levantó sus ojos al cielo y cantó estos versículos del salmo: «El Señor es mi apoyo, no temo lo que los hombres me pueden hacer; ¡Señor, yo no temo ningún mal porque Tú estás conmigo!» (Salmos 117 y 22). Y repitió estas expresiones de confianza, muy a propósito para fortificar su alma.
Entonces se abatieron sobre él los tormentos. Sus parientes y sus amigos se le acercaron compadecidos por su suerte: «Guardad vuestras lágrimas y vuestros lamentos para los enemigos del verdadero Dios -les dijo-, porque yo estoy preparado para dar mil veces mi vida, si fuera posible, para glorificar el nombre del Señor. Tengo presente en mi memoria al primer centurión que asistió sobre el Calvario a la muerte de mi Salvador y que proclamó su divinidad en presencia de los judíos, cuya cólera aún no se había calmado». Esas fueron sus últimas palabras. Protegido con la señal de la cruz, marchó intrépidamente al suplicio, como si las alas de los ángeles le llevaran. Fue decapitado.
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