Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de
Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el
cáliz: “¡Abba, Padre!; todo
es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieras tú”.
San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del
alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un
momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a
hacer, ¿merecerá la pena?
No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para
Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni
siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la
pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.
Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad
en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese
camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es
una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por
qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante
el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un
aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en
Él el abandono total sin condiciones.
Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el
Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre
que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que
el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.
“Si
es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya”. Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede
tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que
desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia
total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad,
pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.
El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta
obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre.
Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.
Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso,
también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad,
de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la
redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.
Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad
purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría
haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la
obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino
entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad
humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la
tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando
quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una
profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia
adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe
que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.
Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los
hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se
les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive
por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo
busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con
su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay
que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se
soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar
del alma por mucho que se quiera.
En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene
del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se
abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su
Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos
preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel
cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más
difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que
tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que
seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. “Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo
que quieras tú”. Como dirá la carta a
los Hebreos: “Aprendió con gritos
y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para
todos los que le obedecen”.
¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no
entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que
yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo
de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el
borde y más no se podía dar?
No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el
homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a
Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza
de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su
identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad
de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la
noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es
misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus
hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda,
aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la
obscuridad es otro nombre del amor. CS
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