Uno
de los rasgos más llamativos en la predicación de Jesús es la lucidez con que
ha sabido desenmascarar el poder alienante y deshumanizador que se encierra en
las riquezas.
La
visión de Jesús no es la de un moralista que se preocupa de saber cómo
adquirimos nuestros bienes y cómo los usamos. El riesgo de quien vive
disfrutando de sus riquezas es olvidar su condición de hijo de un Dios Padre y
hermano de todos.De
ahí su grito de alerta: «No podéis servir a Dios y al Dinero». No podemos ser
fieles a un Dios Padre que busca justicia, solidaridad y fraternidad para
todos, y al mismo tiempo vivir pendientes de nuestros bienes y riquezas.
El
dinero puede dar poder, fama, prestigio, seguridad, bienestar… pero, en la
medida en que esclaviza a la persona, la cierra a Dios Padre, le hace olvidar
su condición de hermano y la lleva a romper la solidaridad con los otros. Dios
no puede reinar en la vida de quien está dominado por el dinero.
La
raíz profunda está en que las riquezas despiertan en nosotros el deseo
insaciable de tener siempre más. Y entonces crece en la persona la necesidad de
acumular, capitalizar y poseer siempre más y más. Jesús considera como una
verdadera locura la vida de aquellos terratenientes de Palestina, obsesionados
por almacenar sus cosechas en graneros cada vez más grandes. Es una insensatez
consagrar las mejores energías y esfuerzos en adquirir y acumular riquezas.
Cuando,
al final, Dios se acerca al rico para recoger su vida, se pone de manifiesto
que la ha malgastado. Su vida carece de contenido y valor. «Necio…». «Así es el
que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios».
Un
día, el pensamiento cristiano descubrirá con una lucidez que hoy no tenemos la
profunda contradicción que hay entre el espíritu que anima al capitalismo y el
que anima el proyecto de vida querido por Jesús. Esta contradicción no se
resuelve ni con la profesión de fe de quienes viven con espíritu capitalista ni
con toda la beneficencia que puedan hacer con sus ganancias. JAP
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