Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre,
subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la
palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque
de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos
poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos
serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis
cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra
vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en los cielos».
«Alegraos y regocijaos»
Comentario: + Mons. F. Xavier CIURANETA i
Aymí Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España)
Hoy celebramos la realidad de
un misterio salvador expresado en el ‘credo’ y que resulta muy consolador:
«Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María,
que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los
bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt
5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la
esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios;
pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1 Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al
mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace
solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos
solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de
toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.
Por esta profunda unidad, hemos
de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han
creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han
amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de
Cristo.
Los santos apóstoles, los
santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la
historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han
cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os
injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros
por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en
los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros
de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los
tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf.
Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud
ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen
gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita
a la alegría y a la fiesta.
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