Olvidamos muchas cosas. Nombres, calles, lugares, hechos,
datos.
Hay, ciertamente, olvidos que se agradecen. A nadie le gusta
recordar cómo nos falló aquel amigo, qué nos hizo un compañero de trabajo, cómo
sufrimos ante un fracaso.
Pero otros olvidos nos dañan en lo más profundo del alma.
Porque no es sano olvidar que no hemos pedido perdón a quien hemos ofendido, o
que no hemos dado gracias a quien nos tendió la mano en el momento en el que
más lo necesitamos.
El mundo nos ha llenado de prisas, de reacciones ante lo
inmediato. Los mensajes del teléfono móvil, o los que transmitidos y recibimos
en las redes sociales (Facebook, Twitter y compañía) nos encadenan al presente,
y nos hacen dejar de lado recuerdos importantes, decisivos.
Frente a tantas prisas, y ante el desgaste continuo de una
memoria frágil, hay que aprender a recordar lo que vale la pena.
Porque vale la pena recordar que tenemos unos familiares,
cercanos o lejanos, a los que debemos mucho y que esperan un poco de cariño.
Porque vale la pena recordar a esos hombres y mujeres que de
manera oculta permiten que funcionen la electricidad, el agua y las
ambulancias.
Porque vale la pena recordar que son muchos los corazones
buenos que dejaron su tiempo e incluso su salud para enseñarnos, para curarnos,
para tendernos una mano cuando más lo necesitábamos.
Porque vale la pena recordar que el mundo no viene de la
nada, sino que surge desde un Amor inmenso, desde un Dios que recuerda,
eternamente, a cada uno de sus hijos.
Hay cosas que vale la pena recordar. Más allá de lo
inmediato, una memoria abierta y un corazón sensible harán posible recuerdos
valiosos, desde los que cada uno podrá dar gracias o pedir perdón.
Con una buena memoria, también el presente se hará más
llevadero y el futuro será afrontado con humildad, alegría y esperanza, porque
sabremos vivir cada día recordando el inmenso Amor que Dios nos ofrece cada
día. FP
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