Texto del Evangelio (Lc 21,12-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os
echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y
llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que
deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa,
porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni
contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos,
parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos
por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».
«Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas»
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i
Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy ponemos atención en esta
sentencia breve e incisiva de nuestro Señor, que se clava en el alma, y al
herirla nos hace pensar: ¿por qué es tan importante la perseverancia?; ¿por qué
Jesús hace depender la salvación del ejercicio de esta virtud?
Porque no es el discípulo más
que el Maestro —«seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Lc 21,17)—, y si el Señor fue signo de
contradicción, necesariamente lo seremos sus discípulos. El Reino de Dios lo
arrebatarán los que se hacen violencia, los que luchan contra los enemigos del
alma, los que pelean con bravura esa ‘bellísima guerra de paz y de amor’, como
le gustaba decir a san Josemaría Escrivá, en qué consiste la vida cristiana. No
hay rosas sin espinas, y no es el camino hacia el Cielo un sendero sin
dificultades. De ahí que sin la virtud cardinal de la fortaleza nuestras buenas
intenciones terminarían siendo estériles. Y la perseverancia forma parte de la
fortaleza. Nos empuja, en concreto, a tener las fuerzas suficientes para
sobrellevar con alegría las contradicciones.
La perseverancia en grado sumo
se da en la cruz. Por eso la perseverancia confiere libertad al otorgar la
posesión de sí mismo mediante el amor. La promesa de Cristo es indefectible:
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19), y esto es así porque lo que nos salva es la Cruz. Es la
fuerza del amor lo que nos da a cada uno la paciente y gozosa aceptación de la
Voluntad de Dios, cuando ésta —como sucede en la Cruz— contraría en un primer
momento a nuestra pobre voluntad humana.
Sólo en un primer momento,
porque después se libera la desbordante energía de la perseverancia que nos
lleva a comprender la difícil ciencia de la cruz. Por eso, la perseverancia
engendra paciencia, que va mucho más allá de la simple resignación. Más aún,
nada tiene que ver con actitudes estoicas. La paciencia contribuye
decisivamente a entender que la Cruz, mucho antes que dolor, es esencialmente
amor.
Quien entendió mejor que nadie
esta verdad salvadora, nuestra Madre del Cielo, nos ayudará también a nosotros
a comprenderla.
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