Como también hay tantas personas que piensan que todas las religiones son iguales, cuando un mínimo de lógica y de honestidad nos hace comprender que no puede ser igual afirmar que Cristo es Dios hecho Hombre, o afirmar que la salvación está en el Corán, o en el budismo, o en religiones tradicionales.
La lista de tópicos es mucho más larga. También es cada vez más larga la lista de acciones orientadas a acallar a quienes digan lo contrario de lo que imponen ciertas mayorías, o grupo de presión, o millonarios famosos. Basta con pensar en formas absurdas de censura en las redes sociales.
Ante un panorama así, surge la pregunta: ¿sirve para algo defender la verdad? ¿Tiene sentido luchar contra los prejuicios? ¿Vale la pena afirmar que dos y dos son cuatro si el ‘gran hermano’ acaba de decir que puede ser cinco o tres?
Además, cada vez son más las acciones concretas que impiden la verdadera libertad de expresión. Universidades prohíben ciertas conferencias con la excusa de no herir sensibilidades. Programas televisivos excluyen a invitados que digan lo contrario de quienes tienen el control de las ideas.
Incluso se llega a enjuiciar, juzgar, encarcelar, a quien recuerde la doctrina sexual de la Iglesia católica, a quien diga que hay actos moralmente malos, a quien defienda que el matrimonio existe solamente entre un hombre y una mujer.
Quizá el miedo empieza a triunfar. Los tiranos del pasado lo sabían muy bien: la gente asustada no obstaculizaba sus planes de poder. Los tiranos del presente también lo saben, sobre todo cuando ven cómo aquellos que podrían decir las cosas claras ya no se atreven a defender lo básico de su propia fe.
A pesar de todo, hoy, como en el pasado, habrá hombres y mujeres que digan no solo que el rey está desnudo, que la vida humana es digna desde la concepción, y que la eutanasia es un asesinato, sino que tengan una fuerza moral que les permita ayudar a otros a abrir los ojos y encontrar la verdad.
Hoy, como siempre, hay palabras que cambian vidas. Son las palabras de sabios buscadores, como Sócrates, al que mataron pero que no deja de hablar después de más de 2.400 años. Son las palabras de profetas buenos, como Juan el Bautista, que anunciaron al Mesías.
Son, sobre todo, las palabras de aquel Galileo que anunció el Reino, que consoló a los tristes, que perdonó pecados, que dio testimonio del Padre, y que se declaró Hijo de Dios. Lo mataron, pero la muerte no pudo detenerlo, y por eso vive para siempre.
En nuestros días las palabras de Cristo cambian los corazones, iluminan las mentes, infunden esperanza, limpian pecados, abren el mundo a algo mucho más poderoso que el mal y que la muerte: al corazón de un Padre que es rico en misericordia y que acoge a todo aquel que confiese que Jesús es el Señor y Salvador del mundo. FP
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