El hombre
separado de Dios, el hombre ateo, se ha llenado de desesperanza. El hombre que
no trasciende espera encontrar en lo finito suficiente agua para calmar su sed,
su nostalgia de ser. La esperanza llena la distancia entre la nostalgia de ser
y el ser deseado, entre nuestro ser y la perfección.
Vivir la virtud
de la esperanza es llenar ese espacio con el Amor de Dios y, de esta manera,
sentirnos ya, en nuestra pequeñez, cerca de él. Solo quien cree en Dios, o
tiene fe, puede llenar ese hueco; solo lo llena estando cerca de él, es decir,
posee la esperanza; solo quien está cerca de él puede traslucir su amor al
mundo a través de la caridad.
La esperanza es
la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida
eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de
Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia
del Espíritu Santo.
Solo con la
virtud de la esperanza es cómo podemos tener una vida jubilosa, alegre y con
verdadero sentido.
“Mantengamos
firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hebreos 10,23). “El Espíritu Santo que
él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador
para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en
esperanza, de vida eterna” (Tito 3, 6-7).
La virtud de la
esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de
todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres;
las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento;
sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la
bienaventuranza eterna; preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
La esperanza
cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su
origen y su modelo en la esperanza de Abraham y las promesas de Dios; esperanza
colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio. “Esperando contra
toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Romanos 4, 18).
Dios nos guarda
en “la esperanza que no falla” (Romanos
5, 5). La esperanza es: “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra...
“a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hebreos 6, 19-20).
“Con la alegría
de la esperanza; constantes en la tribulación” (Romanos 12, 12); para lograr una vida jubilosa que vence toda
adversidad.
«Espera,
espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que
todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo
breve, largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes
a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener
fin» (Santa Teresa de Jesús). JRR
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