Narra
Mons. Capovilla que «aquella
noche, el papa Juan estaba muy emocionado. No hablaba, vivía como ensimismado.
Se sentía ya enfermo. Para él, lo importante era que el concilio había
empezado. No le preocupaba si lo podría acabar él o su sucesor. Estaba sereno.
Por la noche, la Acción Católica había congregado en la plaza de San Pedro a
100.000 personas, con las antorchas en la mano. Era un espectáculo. Le pedimos
que se asomara a la ventana y dijera unas palabras, pero se enfadó: ‘Ya he
hablado una vez. Basta’, les dijo». Y Capovilla añadió: “Le gustaba hablar poco
y con gran sencillez, para que le entendieran todos. Y sobre todo huía de los
aplausos de la masa, que le molestaban mucho. Cuando alguien le pedía que
preparara un discurso, por ejemplo, para los presos”, decía: “Si quieren que
hable de los presos, prepararé un documento sobre el tema, pero si yo voy a ver
a los presos quiero sólo abrazarles y hablarles con el corazón de lo que me
salga en ese momento”.
Aquella
noche, los gritos de la gente reunida en la plaza subían hasta las habitaciones
pontificias. Capovilla le dice: “Santo Padre, asómese por lo menos a los
cristales para contemplar el espectáculo de las antorchas”. Se asomó a la
ventana y debió impresionarse, porque le dijo al secretario: “Abra la ventana y
ponga el tapiz rojo”. Se asomó, y en ese momento se encontró frente a él con la
luna llena. Y fue cuando pronunció, improvisándolo, el famoso discurso de la
luna (‘también ella está contenta hoy’)
y de la caricia a los niños:
«Queridos
hijitos, queridos hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero
resume la voz del mundo entero. Aquí, de hecho, está representado todo el
mundo. Se diría que incluso la luna se ha apresurado esta noche, observadla en
lo alto, para mirar este espectáculo. Es que hoy clausuramos una gran jornada
de paz; sí, de paz: “Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad” (cf. Lc 2,14).
Es
necesario repetir con frecuencia este deseo. Sobre todo cuando podemos notar
que verdaderamente el rayo y la dulzura del Señor nos unen y nos toman,
decimos: He aquí un saboreo previo de lo que debiera ser la vida de siempre, la
de todos los siglos, y la vida que nos espera para la eternidad.
Si
preguntase, si pudiera pedir ahora a cada uno: ¿de dónde venís vosotros? Los
hijos de Roma, que están aquí especialmente representados, responderían: “¡Ah!
Nosotros somos vuestros hijos más cercanos; vos sois nuestro obispo, el obispo
de Roma”.
Y
bien, hijos míos de Roma; vosotros sabéis que representáis verdaderamente la
Roma caput mundi, así como está llamada a ser por designio de la Providencia:
para la difusión de la verdad y de la paz cristiana.
En
estas palabras está la respuesta a vuestro homenaje. Mi persona no cuenta nada;
es un hermano que os habla, un hermano que se ha convertido en padre por
voluntad de nuestro Señor. Pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia
de Dios. ¡Todo, todo! Continuemos, por tanto, queriéndonos bien,
queriéndonos bien así: y, en el encuentro, prosigamos tomando aquello que nos
une, dejando aparte, si lo hay, lo que pudiera ponernos en dificultad.
Fratres
sumus. La luz brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en
nuestras conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar verdaderamente con
su gracia, todas las almas. Esta mañana hemos gozado de una visión que ni
siquiera la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, había
contemplado nunca.
Pertenecemos,
pues, a una época en la que somos sensibles a las voces de lo alto; y por tanto
deseamos ser fieles y permanecer en la dirección que Cristo bendito nos ha
dejado. Ahora os doy la bendición. Junto a mí deseo invitar a la Virgen santa,
Inmaculada, de la que celebramos hoy la excelsa prerrogativa.
He
escuchado que alguno de vosotros ha recordado Éfeso y las antorchas encendidas
alrededor de la basílica de aquella ciudad, con ocasión del tercer Concilio
ecuménico, en el 431. Yo he visto, hace algunos años, con mis ojos, las
memorias de aquella ciudad, que recuerdan la proclamación del dogma de la
divina maternidad de María.
Pues
bien, invocándola, elevando todos juntos las miradas hacia Jesús, su hijo,
recordando cuanto hay en vosotros y en vuestras familias, de gozo, de paz y
también, un poco, de tribulación y de tristeza, acoged con buen ánimo esta
bendición del padre. En este momento, el espectáculo que se me ofrece es tal
que quedará mucho tiempo en mi ánimo, como permanecerá en el vuestro. Honremos
la impresión de una hora tan preciosa. Sean siempre nuestros sentimientos como
ahora los expresamos ante el cielo y en presencia de la tierra: fe, esperanza,
caridad, amor de Dios, amor de los hermanos; y después, todos juntos,
sostenidos por la paz del Señor, ¡adelante en las obras de bien!
Regresando
a casa, encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: ésta es la
caricia del papa. Tal vez encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened una
palabra de aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el papa está con
sus hijos, especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura. En fin,
recordemos todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o
suspirando, o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda
y nos escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino.
A
la bendición añado el deseo de una buena noche, recomendándoos que no os
detengáis en un arranque sólo de buenos propósitos. Hoy, bien puede decirse,
iniciamos un año, que será portador de gracias insignes; el Concilio ha
comenzado y no sabemos cuándo terminará. Si no hubiese de concluirse antes de
Navidad ya que, tal vez, no consigamos, para aquella fecha, decir todo, tratar
los diversos temas, será necesario otro encuentro. Pues bien, el encontrarse
cor unum et anima una, debe siempre alegrar nuestras almas, nuestras familias,
Roma y el mundo entero. Y, por tanto, bienvenidos estos días: los esperamos con
gran alegría». ASS
No hay comentarios.:
Publicar un comentario