Cuando
Jesús se manifiesta en Nazaret como Mesías la sorpresa entre sus convecinos y
parientes fue grande, puesto que no habían notado nada extraño o extraordinario
en él. Sus familiares tuvieron que tomar posición ante Jesús como Mesías; es
muy posible que entre ellos se diese una división parecida a la que se dio
entre los demás nazarenos.
Jesús
ya tenía fama en toda Galilea y enseñaba en las sinagogas de toda la región,
había comenzado a hacer milagros, el Bautista había dado testimonio público de
él, cuando por fin llega a Nazaret y en la sinagoga se manifiesta como el
Mesías: Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en
la sinagoga el sábado, y se levantó a leer. Entonces le entregaron el libro del
Profeta Isaías, y abriendo el libro encontró el lugar donde estaba escrito: El
Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a
los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver
la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar
el año de gracia del Señor. Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y
se sentó. Todos en la sinagoga tenían fijos los ojos en él. (Lc 4,16-20)
Podemos
imaginar el silencio, la atención y el pensamiento de los que estaban allí. Los
más mayores le habían visto durante treinta años como uno más junto a sus
hijos, nada extraordinario había hecho, ni siquiera había asistido a las
escuelas rabínicas más importantes, era un artesano como los demás, era el hijo
de José, que había muerto hacía poco tiempo, su madre estaba viviendo en el
pueblo. Sus parientes tendrían si cabe una sorpresa mayor que los demás, porque
le conocían más. Sabían lo bueno que era, pero nunca les había manifestado nada
respecto a su mesianidad, ni siquiera tendencias proféticas, era normal como
ellos. Entonces Jesús empieza a hablar y sus palabras les llenaron de estupor,
pues dijo: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,21). La conmoción debió
ser grande, pues se declaraba el Ungido de Dios, el Cristo, el Mesías anunciado
por los profetas.
La
sorpresa de los presentes la narran los evangelistas con expresiones
contrarias. De entrada nos dicen que todos daban testimonio en favor de él, y
se admiraban de las palabras de gracia que procedían de su boca (Lc 4,22) o que quedaron llenos
de admiración (Mt 13,54; Mc 6,2). Pero
enseguida aparecen reacciones opuestas, sus familiares piensan que le conocen y
no entienden de donde le venía aquel modo sabio de hablar: ¿De dónde le viene
esta sabiduría y los milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama
María su madre, y sus parientes Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y sus parientes
no están todos entre nosotros? Pues ¿de dónde le viene esto? (Mt 13.54-57; Mc 6,2-3)
Lo
más lógico es que, si no encontraban una explicación natural a su sabiduría ni
a sus milagros, existiese una explicación sobrenatural; pero no les resulta
fácil creer que uno de los suyos fuese el Mesías. Y se dividieron entre ellos.
La mayoría se escandalizaba de él, otros le pedían milagros con incredulidad.
Algunos como Santiago y Judas Tadeo creyeron en él y se contarán entre sus Apóstoles,
también su madre cree y estará con las santas mujeres al pie de la cruz. Pero
la mayoría se enfureció contra Jesús lo arrojaron de la ciudad, y lo llevaron a
la cumbre de la montaña sobre la que estaba edificada para despeñarle. Pero él
pasando por medio de ellos, seguía su camino (Lc 4,28-30). Marcos escribe que antes no podía hacer allí
ningún milagro, sino que impuso las manos a unos pocos enfermos y los curó.
Jesús
se maravillaba de su incredulidad. Una frase del Señor la refleja y ha pasado a
ser una sentencia de valor universal: Un profeta sólo es menospreciado en su
patria, entre sus parientes y familia (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24).
La
escena de Nazaret es fuerte. Los amigos del Señor, la mayoría de los que han
convivido con él y sus parientes no le comprenden, e incluso le expulsan de la
ciudad hasta el punto de que algunos exaltados quieren matarle. Es un preludio
del rechazo que recibirá en Jerusalén y su muerte en la Cruz. La conducta de
los nazarenos manifiesta algo común a todo hombre: resulta difícil superar los
esquemas humanos acostumbrados. Los nazarenos y los parientes de Jesús no se
sienten con fuerzas para dar el salto de fe necesario para creer que uno de
ellos es el Mesías. Es lógico que en el Corazón de Jesús se dé un dolor no pequeño
al ver tan poco amor en aquellos a los que quiere de una manera especial. María
Santísima también sufriría de un modo intenso; Ella tuvo que permanecer allí
cuando se marcha Jesús y recibiría las recriminaciones de los que no entienden
a su Hijo: “¿Cómo dejas hacer esto a tu hijo?”, o “dile que se deje de delirios
y mándale que vuelva a la vida normal”. Es muy posible también que muchos
pensasen que se les podía complicar la vida pues era previsible la oposición de
los fariseos y de los importantes de Israel.
Más
adelante al verle entregarse sin reserva a la gente que acudía a él de todas
partes dirán que está loco, así lo cuenta Marcos: Entonces llega a casa; y se
vuelve a juntar la muchedumbre, de manera que no podían ni siquiera comer. Al
enterarse sus parientes fueron a llevárselo, porque decían que había perdido el
juicio (Mt 3,20). Curiosa manera de
entender el amor y la generosidad, que revela su cortedad de miras y, sobre
todo, su falta de fe en Jesús. No les bastaban sus palabras llenas de sabiduría,
ni lo que decían los profetas, ni tan siquiera los milagros abundantes de la
primera época; nada les remueve y permanecen en su incredulidad y en su
testarudez.
En
otra ocasión la presencia de sus parientes y su misma madre permite a Jesús dar
doctrina sobre los lazos familiares y los de la fe.
Ocurrió
así: Vinieron su madre y sus parientes; se quedaron fuera y le enviaron un
recado para avisarle. Estaba la gente sentada alrededor de él y le dijeron: “Tu
madre y tus parientes están fuera y te buscan: Y les respondió: ¿Quién es mi
madre y mis parientes? Y, dirigiendo una mirada a los que estaban sentados
alrededor de él dijo: He aquí mi madre y a mis parientes. El que hace la
voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3,31-35; Mt 12.46-50; Lc 8, 19-21). Dios es lo primero en todo, hasta
tal punto que antecede incluso al amor familiar, la fe es un vínculo más fuerte
que el de la sangre pues une con Dios. Esto no quiere decir que los vínculos
familiares pierdan importancia sino que se refuerzan, pues el amor natural es
elevado y se hace más puro, más entero y más desinteresado, es un amor mejor
como veíamos en otra meditación.
Pero
volvamos al caso de los parientes del Señor. Su dificultad para creer, e
incluso su oposición, es un aviso para superar esquemas mentales demasiado
estrechos y una llamada para estar abiertos a los planes divinos. Su actitud
permite mirar a los demás con una cierta capacidad de asombro: ¡quizá estoy
conviviendo con un gran santo!, así se evitan incomprensiones o envidias
ocultas que lleven a cortar las alas a amigos o parientes que tienen ambiciones
de cosas grandes.
Pero
la sentencia del Señor es válida para todos los tiempos y conviene no
olvidarla. Se ha consagrado como sentencia popular al decir: Nadie es profeta
en su tierra. Es frecuente que con el paso del tiempo se valoren los profetas o
santos antes rechazados, incluso los mismos parientes que no les comprendieron
se alegren de la entrega y la generosidad de aquellos que al principio no
entendían. Ironías de la vida… Aquí es bueno avisar a los que quieren ser
santos para que no se extrañen de la incomprensión de sus seres queridos; a los
demás es bueno pedirles que amplíen su horizonte mental. EC
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