“Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a
la orilla del mar. Se reunió junto a Él tal multitud que hubo de subir a
sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la orilla. Y se
puso a hablarles muchas cosas en parábolas, diciendo: He aquí que salió el
sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y
vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno rocoso, donde no
había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el
sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos;
crecieron los espinos y la sofocaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y
dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga
oídos, que oiga” (Mt).
Los discípulos
piden explicación
Probablemente, todos los que escuchaban tenían experiencia de la semilla
lanzada a voleo, conocían las inquietudes por la cosecha abundante o malograda.
Quizá por esto no era difícil extraer consecuencias espirituales, pero los
discípulos piden la explicación del Maestro para comprender, y reciben una
primera lección sobre la necesidad de tener el corazón bien dispuesto y sobre
las malas consecuencias de la dureza de corazón: “Los discípulos se
acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas en parábolas? Él les respondió: A
vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a
ellos no se les ha dado. Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que
no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas,
porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la
profecía de Isaías, que dice: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la
vista miraréis, pero no veréis. Porque se
ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado
sus ojos; no sea que vean con los ojos, y
oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane.
Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque
oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que
vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no
lo oyeron” (Mt).
La explicación para los que están bien dispuestos es la siguiente: “Escuchad,
pues, la parábola del sembrador. Todo el que oye la palabra del Reino y no
entiende, viene el maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo
sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno rocoso es el que oye la
palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que
es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la
palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la
palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas
sofocan la palabra y queda estéril. Por el contrario, lo sembrado en buena
tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento,
o el sesenta, o el treinta” (Mt).
El fruto depende
de la libertad del hombre
La semilla tiene poder de fructificar siempre; pero el fruto depende de
la libertad del hombre, que puede estar condicionada por el maligno, por la
propia inconstancia o por las dificultades –externas o internas-, o por la
seducción del mundo y las riquezas. La misma variedad de frutos muestra la
calidad de la fe y de las buenas disposiciones en los que la escuchan y llevan
a la práctica la doctrina. El mensaje es claro en esta parábola acerca del
reino, que no puede darse con violencia, sino que debe ser aceptado con
libertad para arraigar y dar fruto. EC
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