Ella
recupera su paz interior practicando yoga o meditación budista. Yo la encuentro
cuando rezo el rosario o visito el Santísimo. Ella no recuerda cuando fue la
última vez que pisó una iglesia y yo, no puedo pasar un domingo sin ir a Misa y
comulgar.
Las diferencias también nos han hecho inseparables
A simple
vista, parecería que nuestras diferencias son irreconciliables, pero a pesar de
todo, después de más de diez años de amistad, seguimos siendo inseparables.
Cuando estamos juntas, cualquier forma de superficialidad desaparece.
Las
conversaciones más profundas, sobre nuestras alegrías, tristezas, miedos y
sueños, tienen lugar durante incontables horas en nuestros restaurantes
favoritos de la ciudad. Delante de ella, no me da vergüenza mostrarme tal y
como soy, con todo lo sensible, dramática, redundante y hasta mal educada que
puedo ser algunas veces.
Como diría
Antoine de Saint-Exupéry: «Junto a ella no tengo que justificarme ni
defenderme, no tengo que demostrar nada (…) más allá de mis torpes palabras,
por encima de los juicios que puedan desorientarme, ella ve en mí, simplemente,
a una persona».
Hace un
rato, le pregunté por WhatsApp por qué, según ella, nuestra amistad siempre se
ha mantenido libre del miedo a ofendernos por el choque de nuestras opiniones y
creencias. Sobre todo ahora que ya no somos unas niñas. En una nota de voz,
comenzó contándome que acababan de enseñarle sobre el Concilio Vaticano II, en
un curso obligatorio de teología en la universidad. A pesar
de todos los argumentos que sostiene en su contra, dijo que admiraba que la
religión católica fuera la primera en dar un paso hacia la reconciliación con
las demás, e incluso, con aquellos que, como ella, no terminan de creer en
Dios.
«Tú eres de
ese tipo de creyentes, —dijo ella para mi gran sorpresa—. No me excluyes por
pensar distinto. Para ti, que sea diferente, no significa que sea mala. Me encanta
conversar contigo porque nos nutrimos mutuamente de distintos puntos de vista.
Creo que no llegamos a ofendernos porque, más allá de la religión, compartimos
los mismos principios y valores o, como se dice en ética, el mismo código de
conducta.
Al
final, somos almas buenas que quieren lograr lo mejor para la humanidad. Y no sé, para mí siempre va a ser más lo que
nos une. Siempre vas a estar cerca de mi corazón… porque sí. Te quiero. Eres mi
amiga y te acepto como eres». Sin darme cuenta, cuando terminé de escucharla,
estaba derramando unas cuantas lágrimas.
La amistad no debe tener condiciones
Cuántas
veces, los que creemos en Dios, nos cohibimos de ser transparentes con lo que
pensamos ante nuestros amigos ateos, agnósticos o anti Iglesia, por miedo a
ofenderlos. Acabamos en
pleitos terribles con ellos, porque no quieren aceptar las enseñanzas y
verdades de fe. A veces, olvidamos que la amistad debe ser
auténtica y libre de condiciones, no un contrato social con cláusulas por
cumplir, sobre qué se debe hacer o decir. Por otro lado,
como diría Juan Pablo II, «… la Iglesia no está llamada a imponerles la fe a
los que no creen, sino a proponérsela desde el amor y la caridad».
Tal como lo
hizo Jesús. Creo que, si queremos vivir nuestras creencias sin miedo ante
aquellos amigos que no las comparten, hay tres aspectos que no podemos olvidar.
1. La humildad
Las
personas no creen en Dios por incontables motivos, pero creo que el más
significativo en nuestros tiempos, es el que menciona un apartado de la constitución
pastoral Gaudium et Spes, justamente del Concilio Vaticano II: «…en esta
génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en
cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición
inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa,
moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de
la religión».
Basta con
ver las noticias en Estados Unidos, Europa o América Latina. Las denuncias
contra sacerdotes, por perpetrar abusos físicos, psicológicos y sexuales contra
niños y adultos inocentes, son incontables. Reconocidos políticos, que
asistieron a procesiones o marchas y se dejaron fotografiar con niños pobres u
obispos, mostrándose como fervorosos creyentes, hoy enfrentan juicios serios,
porque usaron el poder para satisfacer sus ambiciones y llenarse los bolsillos
de dinero, de la mano con la corrupción.
También,
estamos los creyentes que, siendo desconocidos para la opinión pública,
terminamos causando el mismo escándalo. Sobre todo cuando nos golpeamos el
pecho cada domingo en misa, jactándonos de que Dios existe y es amor, mientras
en lo cotidiano de cada día, miramos por debajo del hombro a los marginados o a
quienes no nos agradan por ser diferentes.
Por supuesto
que hay honrosas excepciones de creyentes ejemplares. Pero necesitamos ser
humildes para aceptar que nuestros amigos y todos aquellos que no creen en
Dios, han encontrado en nuestros pecados e incoherencias, razones de peso para
alejarse de Él o no tener la intención de conocerlo.
2. El respeto
Los padres
conciliares nos enseñan que nuestros amigos o cualquier persona que no crea en
Dios, merece nuestro respeto siempre. El hecho de no ser creyentes o no aceptar
las verdades de fe, no disminuye su dignidad como personas, porque es el mismo
Dios quien la sostiene y la vuelve invaluable. En la Gaudium et Spes, también
aseguran que cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de
su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el
diálogo.
Esto no
significa volvernos indiferentes a la verdad para complacer a quienes no la
aceptan o no la conocen, sino anunciarla de forma más saludable, para que no la
sigan menospreciando. Además, hace poco, en una carta sobre la esperanza, el
Papa Francisco dejó muy claro que tener siempre el valor de la verdad, no nos
hace superiores a nadie: «Aunque fueras el último en creer en la verdad, —
nos exhortó el Sumo Pontífice —, no te apartes de la compañía de los hombres.
Respetar implica también no juzgar ni condenar al otro. Es
entender que cada persona tiene una historia personal (muchas veces dolorosa)
que los llevó a expulsar a Dios de sus pensamientos y acciones. Estar en
desacuerdo con ellos no nos da ningún derecho a rechazarlos, porque a los ojos
del Padre, tanto creyentes como no creyentes, somos infinitamente valiosos, aun
cuando nos alejamos de Él».
3. El amor
Nuestros
verdaderos amigos —sean ateos, agnósticos o anti Iglesia—, sabrán aceptar una
parte tan importante de nuestra vida como es la fe. No porque estén de acuerdo
con ella, sino porque nos aman, tal y como somos.
Lo
que más me conmueve en una amistad, es ser testigo de cómo el amor nunca se
detiene, a pesar de los obstáculos que se puedan presentar. Para mí, es un reflejo vivo de cómo Dios nos ama y,
por consiguiente, de cómo estamos llamados a amar, sobre todo a quienes no lo
conocen.
Hacer
apostolado no solo significa lograr que nuestros amigos que no creen en Dios,
se conviertan. Es también —y por sobre todas las cosas— amarlos
incondicionalmente y hasta el extremo, incluso si eligen rechazar la fe. Jesús
nos dio el ejemplo al entregar su vida en la cruz también por ellos, aunque no
creyeran en Él ni aceptaran sus enseñanzas.
Nadie tiene
amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15,13) y amarlos como Él lo hizo, es la prueba viviente que les
daremos sobre la existencia de un Dios que los ama a ellos también. ACdeA
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