Jesús
nos puede ayudar, antes que nada, a conocernos mejor. Su evangelio hace pensar
y nos obliga a plantearnos las preguntas más importantes y decisivas de la
vida. Su manera de sentir y de vivir la existencia, su modo de reaccionar ante
el sufrimiento humano, su confianza indestructible en un Dios amigo de la vida
es lo mejor que ha dado la historia humana.
Jesús
nos puede enseñar sobre todo un estilo nuevo de vida. Quien se acerca a él no
se siente tanto atraído por una nueva doctrina como invitado a vivir de una
manera diferente, más arraigado en la verdad y con un horizonte más digno y más
esperanzado.
Jesús
nos puede liberar también de formas poco sanas de vivir la religión: fanatismos
ciegos, desviaciones legalistas, miedos egoístas. Puede, sobre todo, introducir
en nuestras vidas algo tan importante como la alegría de vivir, la mirada
compasiva hacia las personas, la creatividad de quien vive amando.
Jesús
nos puede redimir de imágenes enfermas de Dios que vamos arrastrando sin medir
los efectos dañinos que tienen en nosotros. Nos puede enseñar a vivir a Dios
como una presencia cercana y amistosa, fuente inagotable de vida y ternura.
Dejarnos conducir por él nos llevará a encontrarnos con un Dios diferente, más
grande y humano que todas nuestras teorías.
Eso
sí. Para encontrarnos con Jesús en un nivel un poco auténtico hemos de
atrevernos a salir de la inercia y del inmovilismo, recuperar la libertad
interior y estar dispuestos a «nacer de nuevo», dejando atrás la observancia
rutinaria y aburrida de una religión convencional.
Sé
que Jesús puede ser el sanador y liberador de no pocas personas que viven
atrapadas por la indiferencia, distraídas por la vida moderna, paralizadas por
una religión vacía o seducidas por el bienestar material, pero sin camino, sin
verdad y sin vida. JAP
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