Indignadas,
las madres fueron, con la espada en alto, a defender a sus frágiles hijas.
“¿Cómo se permite, el moralista éste?” Pero no hace falta mucho seso para ver
que, con una lógica sutil, el buen cura podía imaginar el futuro y quería
prevenir otro tipo de males. Pero, como demuestra hoy en día nuestra sociedad,
rige más bien la lógica del “mejor entrenadas a mostrar, que castigadas en el
pudor”.
Después
de todo, muchos piensan que hablar de pudor es arriesgarse a terminar en los
tiempos de las bisabuelas, aquel tiempo prehistórico de las faldas hasta los
tobillos. ¿Acaso no ha sido el pudor el estandarte del moralismo, la carta
virtuosa del que veía pecado y tentación en todas partes?
Mucho
ha hecho mella este tipo de pensamiento. Pero no todos piensan así. Para
muchos, el pudor sigue siendo la salvaguarda de la propia intimidad y no una
existencia meramente pública. Según esta visión, el pudor acompaña siempre a la
persona y su desaparición comporta una disminución de la personalidad.
Porque,
¿qué es lo que expresa el pudor? En las dos visiones arriba expuestas puede
observarse un sentir común: el pudor es una manifestación de algo íntimo, de lo
propio de la persona; es, en definitiva, un modo de relacionarnos con los
demás.
De
hecho, creo que existe una relación entre el pudor y la vanidad. Si lo que se
quiere es llamar la atención, se cae en el exhibicionismo. Entonces la persona
se convierte en un mero objeto para llamar la atención; se ‘cosifica’. Y esto
estropea toda relación, porque también los que se sienten atraídos por el
exhibicionismo, se degradan. Recuerdo mucho lo que dijo una vez una modelo
estadounidense en una conferencia a adolescentes sobre la castidad: “Cuando leí
el pasaje evangélico sobre el escándalo a los demás, me di cuenta que nunca más
debería vestirme de una manera en que pueda llegar a ser ocasión de pecado para
los demás”.
En
efecto, el impudor hace que los seres humanos, evitando la ‘comunión de la piel’,
dejen fuera su inteligencia, su sentimiento y su responsabilidad, deteniéndose
ante el umbral de una banal superficialidad.
Creo
que es obvio que esto es un riesgo real. Da testimonio de ello una sociedad que
celebra cada día el nacimiento de nuevas familias que terminan, después, en el
espacio de sólo un momento. Son relaciones que unen a las personas,
deteniéndolas sólo en la búsqueda del reclamo exterior, de cómo es externamente
el otro, pero incapacitándolas a conocer la identidad verdadera de la pareja
que uno ha escogido. Buscan amar, pero se equivocan en el camino. Sin un
conocimiento real del otro, fuera del ámbito meramente fisiológico, sería
imposible poder llegar, posteriormente en el matrimonio, a una compenetración
de amor auténtico.
Para
poder prevenir esto, es importante crear una cultura del pudor. En cierta
manera, el pudor se muestra como una garantía que defiende a los individuos de
las ‘relaciones predatorias’. Es evitar ofrecerse, para esperar a la donación
completa a quien ha aprendido a estimarte y a quererte verdaderamente. Esto no
coincide sólo con los cánones meramente estéticos o de conveniencia, sino que
se genera de la estima, crecida en el conocimiento y en el respeto recíproco.
Darse sin una gradualidad conduce a una lógica mercenaria, en donde se nos pone
en venta y, en cualquier momento, en reventa; y todo esto sin tener
necesariamente la garantía que la conquista esté motivada por el amor.
Además,
la vida cuenta también con la realidad del sufrimiento: pobreza, enfermedad, envejecimiento,
la muerte misma. Sólo aquél que ha aprendido el sentido del pudor podrá
entender la dignidad de un cuerpo lacerado, poniéndolo a salvo de miradas sin
respeto o de pura curiosidad.
El
pudor debe ser, pues, una vigilancia innata, que nos protege de miradas sin
amor; de esta manera, también tutelamos nuestras ideas y convicciones morales y
religiosas, para no dar pasto a quien no nos conoce o no nos respeta. Esto es
un baluarte importante, no una intimidad vendida en el altar de la exhibición,
como si manifestar la propia intimidad fuese automáticamente garantía de ser
amados.
Uno
de los mejores resúmenes de lo dicho hasta ahora lo encuentro en la afirmación
que, en una película, le dice una supuesta actriz de películas ‘para adultos’ a
su enamorado, cuando éste descubre su oficio ‘poco decoroso’: «No sabes el
dolor que me da saber que sepas quién soy. Todo ha cambiado». Y sentencia con
una de esas frases dignas de mostrarlas por todas las pasarelas del mundo: «Me
gustaba cómo me mirabas antes». De ser una persona, ha pasado a ser una cosa
para el otro. De esto nos guarda el pudor.
Es
necesario, pues, presentarse como personas y no como cosas. Me estoy guardando
para alguien que, de verdad, me va a amar. Porque en definitiva, quien bien me
quiere, me mirará bien. JAR
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