Marcos,
el evangelio más antiguo y directo, presenta a Jesús en conflicto con los
sectores más piadosos de la sociedad judía. Entre sus críticas más radicales
hay que destacar dos: el escándalo de una religión vacía de Dios y el pecado de
sustituir su voluntad por «tradiciones humanas» al servicio de otros intereses.
Jesús
cita al profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón
está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que
enseñan son preceptos humanos». Luego denuncia en términos claros dónde está la
trampa: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición
de los hombres».
Este
es el gran pecado. Una vez que hemos establecido nuestras normas y tradiciones,
las colocamos en el lugar que solo ha de ocupar Dios. Las ponemos por encima
incluso de su voluntad: no hay que pasar por alto la más mínima prescripción,
aunque vaya contra el amor y haga daño a las personas.
En
esa religión, lo que importa no es Dios, sino otro tipo de intereses. Se le
honra a Dios con los labios, pero el corazón está lejos de él; se pronuncia un
credo obligatorio, pero se cree en lo que conviene; se cumplen ritos, pero no
hay obediencia a Dios, sino a los hombres.
Poco
a poco olvidamos a Dios y luego olvidamos que lo hemos olvidado. Empequeñecemos
el evangelio para no tener que convertirnos demasiado. Orientamos la voluntad
de Dios hacia lo que nos interesa y olvidamos su exigencia absoluta de amor.
Este
puede ser hoy nuestro pecado. Agarrarnos como por instinto a una religión
desgastada y sin fuerza para transformar nuestras vidas. Seguir honrando a Dios
solo con los labios. Resistirnos a la conversión y vivir olvidados del proyecto
de Jesús: la construcción de un mundo nuevo según el corazón de Dios. JAP
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