Erase una noche de invierno. Y en ella una pareja
que habitaba un rancho frío, por el que se colaba el viento pampero haciendo
parpadear el candil de sebo que lo alumbraba. Don Ciriaco y la Nemesia, su
mujer, aparentemente ya no tenían nada que decirse. Hacía añares que vivían
juntos, y los hijos emplumados habían dejado el rancho buscando otros
horizontes donde anidar. La ancianidad se les iba acercando despacio como para
que tuvieran todo el tiempo de sentirle los pasos cansados.
Se encontraban uno frente al otro, simplemente
porque el braserito improvisado con una lata, estaba entre ellos. Sus miradas
clavadas en los carbones incandescentes que de vez en cuando chisporroteaban,
buscaban mirar realidades muy lejanas. El diálogo ya parecía inútil. Se había
desdoblado en dos monólogos interiores en el que cada uno soliloquiaba con sus
propios recuerdos.
-¡Velay con mi triste suerte! – se decía Ciricaco-.
Haber renunciado a tantas cosas por atarme a la Nemesia. Yo era tropero libre.
Sólo los caminos eran mi querencia. Anidaba al sereno, y ente el montado y el
carguero repartía mi cuerpo y mis cosas en mi libre andar de pago en pago. Pero
un día me embretaron los ojos de la Nemesia, y me dejé pialar de parado nomás.
Me aquerenció en este trozo de tierra, y aquí levanté este ranchito lleno de
sueños, que ahora de a poco va despajando el pampero, yo que podría haber
llegado a tener tropilla de un pelo con madrina y cencerro. Yo, que habría
podido conocer mundo, aquí estoy, estaqueado entre dos horcones por haber
creído que la Nemesia me iba a hacer feliz. Quizá la pobre no pudo dar más.
Pero lo mismo. Aquí estoy y es esta mi triste suerte.
También la Nemesia tenía sus recuerdos para rumiar.
Ella había sido la flor del pago. Cuántas veces los troperos al pasar habían
detenido adrede sus fletes delante del rancho, con cualquier excusa, por el
simple deseo de recibir de sus manos el mate cordial y prometedor. Si recordaba
patente aquella tarde en que él, mozo guapo, con montado y carguero de tiro,
había pedido humildemente permiso para desensillar en cualquier parte, mientras
con la mirada decía bien a las claras, cuál era el patio donde quería hacer
pie. Tantas cosas había ella soñado aquella noche. Sus ilusiones le habían
prometido un futuro feliz, con horizontes infinitamente más amplios que los de
aquel rancho que terminaba con la mirada entre los cardos y el pajonal. Lo vio
libre, y se imaginó que sería el creador de la libertad. Lo vio fuerte, y lo
soñó el distribuidor de la firmeza y la seguridad. No estaba segura de haberse
equivocado. Pero sentía pena que no le había podido llenar sus sueños.
Y así estaban los dos, en sus soliloquios, deseando
imposibles y desperdiciando oportunidades. Pidiendo a Dios en el secreto de sus
corazones todo aquello que creían podría llenar sus anhelos y curar sus frustraciones.
Y Dios los estaba escuchando. Como escucha todo lo
que pasa por dentro del corazón de cada uno de nosotros, aunque no nos animemos
a sacarlo hecho súplica y palabra. Y Tata Dios en su bondad quiso hacerles dar
un paso hacia delante. Eligió a uno de sus mejores chasquis. Mandó al ángel
Gabriel que fuera de un bólido a llevarles su propuesta.
¡Impresionante el refucilo! A pesar de lo serenito
de aquella noche de pampero frío en que las estrellas brillaban como nunca, el
rancho fue sacudido por el trueno, y un relámpago lo llenó de luz. La Nemesia
se santiguó, como en un conjuro, mientras que Ciriaco levantó instintivamente
el brazo izquierdo a la altura de la cara, como si en él tuviera enrollado el
poncho.
-¡Nómbrese a Dios! ¡La paz con ustedes! ¡No tengan
miedo! – dijo Gabriel con tono tranquilo, como para infundirles confianza.
No podían creer lo que sus ojos veían a pesar del
encandilamiento. En su mismo rancho, un ángel del cielo había aparecido, y les
hablaba. Si parecía un sueño. Pero no. Ahí estaba, todo resplandeciente, hecho
un temblor de luz, trayéndoles un mensaje del mismo Tata Dios para ellos dos.
-¡Nómbrese a Dios! ¡La paz esté con ustedes! –
volvió a repetir el arcángel San Gabriel-. Vengo de parte de Tata Dios para
anunciarles que El ha escuchado lo que ustedes piensan, desean y andan
diciéndose en su corazón. Y ahora les manda el siguiente recado: tres deseos se
les van a cumplir. Los primeros que ustedes pidan. Usted, doña Nemesia, tiene
derecho a pedir individualmente un deseo. El primero que pida en voz alta se le
va a cumplir en el acto. Lo mismo para usted, don Ciriaco. Lo primero que se le
ocurra en voz alta será cumplido en el acto. Piénselo bien cada uno. Porque más
luego, tendrán todavía la oportunidad de un tercer deseo. Pero para que éste se
realice tendrán que ponerse de acuerdo los dos y pedirlo en forma conjunta. Ya
saben: piénsenlo bien, y que Dios esté con ustedes.
Dichas estas palabras el ángel desapareció como
había venido, en medio de un refucilo de luces y temblor de plumas.
Imagínense cómo habrán quedado los dos esposos con
semejante sorpresa. No podía hacerse a la idea. Pero al final tomaron
conciencia de que la cosa era cierta. La primera en reaccionar fue la Nemesia.
Como fuera de sí por la emoción, se levantó de un salto y tomando el banquito
donde estaba sentada lo dio vueltas dando la espalda a su esposo, mientras le
decía:
-¡Por favor Ciriaco, no me digas nada, no me
hables! Déjame pensar a solas lo que tendré que pedir. –Y luego exclamó para
sí: ¡Ay, mi diosito lindo! ¡Quién lo hubiera imaginado! Podré al fin cumplir
mis sueños. Esos que el Ciriaco nunca pudo darme-.
Y extasiada consigo misma comenzó a pasar a toda
velocidad la película de sus sueños, sus deseos y sus ambiciones personales.
Pensó en pedir de nuevo la juventud, la belleza, las oportunidades. Luego se
imaginó que todo eso era poco. Pediría plata, salud, larga vida. Tampoco así
quedaba satisfecha del todo. Debería pedir además amistades, un palacio,
vestidos, cantidad de sirvientes, y la oportunidad de hacer fiestas todas las
semanas.
Mientras la Nemesia continuaba su soliloquio
fantasioso, el Ciriaco hacía más o menos lo mismo. Dando vueltas la cabeza de
vaca que le servía de asiento, comenzó a golpearse despacito las botas con la
lonja de su rebenque, mientras soltaba la tropilla de ambiciones por los campos
de su imaginación. Ya se veía al trotecito del redomón haciendo punta a su
tropilla de un pelo, con madrina zaina y cencerro cantor. La estancia que
pensaba pedir no tendría límites, y la hacienda que la poblaría no necesitaría
ser contada. Hasta donde diera la vista, campo y cielo, todo sería de don
Ciriaco.
En estos y otros pensamientos estaban ambos,
mientras la noche seguía su curso y el pampero enfriaba cada vez más el
interior del rancho. Entumecida por la inmovilidad y la temperatura exterior,
la Nemesia volvió a la realidad buscando con los ojos el brasero. Se dio vuelta
y volvió a estirar sus manos sobre él para calentarse un poco. Y cayó en la
trampa. Al ver aquellas brasas rojas y sobre ellas la parrillita, no va y se le
cruza el maldito con una tentación haciéndole imaginar un chorizo chirriando
sobre los carbones encendidos. Imaginarlo y desearlo es casi lo mismo. Lo peor
fue que lo expresó en voz alta: -¡Qué hermosas brasas! ¡Cómo me gustaría tener
aquí sobre la parrillita un chorizo de dos cuartas de largo asándose!
¡Para qué lo habrá dicho! Aunque ni se le había
pasado por la mente que este sería su pedido, de hecho lo fue. Decirlo y
suceder fue lo mismo. Porque en ese preciso instante un hermoso chorizo
aparecido milagrosamente goteando grasa en el centro del brasero, sobre la
parrillita.
Nemesia pegó un grito. Pero ya era tarde. Su pedido
estaba realizado. Se quedó atónita mirando el fuego y sintiendo el crepitar de
las gotitas de grasa al caer sobre las brasas, mientras un humo apetitosos
comenzaba a llenar el rancho. Ciriaco, que casi ni había escuchado a su mujer,
volvía la realidad con su grito. Fue ver, y darse cuenta de lo sucedido. Y como
era hombre de genio arrebatado y de palabra rápida, también él cayó en la
trampa que parecía pensada por el mismo Mandinga. Se levantó de un salto y
dirigiéndose a su mujer la apostrofó: -¡Pero mujer! Tenías que ser siempre la
misma. Mira lo que has hecho. Venir a gastar la gran oportunidad de tu vida
pidiendo solamente un miserable chorizo. Si sería como para sacarte zumbando
ahora mismo del rancho. Tenías que ser vos, siempre la misma arrebatada,
incapaz de pensar con la cabeza antes de meter la pata. ¡Cómo me gustaría que
este chorizo se te pegar en la nariz y no te lo pudieras sacar!
¡Para qué lo habrá dicho! Porque el hombre no
imaginó que al decir aquello estaba expresando en voz alta su primer deseo. De
esto solo se percató cuando ante sus ojos asombrados vio cómo el chorizo pegaba
un brinco desde el brasero para ir a colgarse de la punta de la nariz de
Nemesia. Imagínense el grito de dolor y de rabia de la mujer al sentir que su
nariz ardía por la quemadura, lo mismo que sus dedos al querer sacárselo.
La escena que siguió no es para describir, sino
para imaginar. Porque ahora le tocó el turno a la Nemesia, que arremetió con
todo lo peor de su abundante vocabulario para hacerle sentir al Ciriaco la
enormidad de lo que acababa de realizar. Porque no sólo había malgastado
también él su oportunidad, sino que lo había hecho provocándole semejante
estropicio a ella.
Todo fue inútil para calmarla. El Ciriaco se
arrodilló, suplicó, lloró, prometió, quiso hacer que la Nemesia se calmara para
reflexionar. Pero nada. Y no era para menos. Gritaba pidiendo que se llamara
inmediatamente al ángel para que en forma conjunta le pidieran que se pudiera
sacar de su nariz ese maldito chorizo que la estaba martirizando.
Ciriaco sintió que el mundo se le venía abajo.
Acababan de desperdiciar ambos su oportunidad personal, y ahora veía con
angustia que tendrían que malgastar también la tercera posibilidad de ser
felices, simplemente tratando de arreglar el desastre que habían provocado.
Pero no le quedaba otra alternativa que ceder. Y con pena cedió.
El ángel fue llamado. Apareció en el pobre rancho
llenándolo nuevamente de luz. Escuchó con bondad la súplica compungida del
hombre en favor de su mujer, y simplemente dijo:
-¡Hágase como ustedes han deseado!
En aquel mismo instante todo volvió a estar como al
principio. Solamente que a la pobre Nemesia le quedó ardiendo la nariz, y por
todo el rancho los cuzcos y perros grandes andaban husmeando en busca del
chorizo desaparecido.
A veces se me ocurre pensar que el cuento podría
haber terminado diferente, si lo hubiera podido inventar yo. Me lo imaginaría al
Ciriaco tomándolo de las manos a la Nemesia, y mirándola profundamente a los
ojos, le diría: -Al fin tengo la oportunidad de cumplir tus sueños. Quisiera
saber cuáles son tus esperanzas y anhelos, porque deseo gastar esta gran
oportunidad de mi vida, en tu favor. Emocionada la Nemesia le respondería más o
menos de la misma manera. Gastaría su oportunidad pidiendo que se cumplieran
los sueños de Ciricaco.
Y todavía les quedaría la tercera posibilidad
conjunto. Sugiero que la piensen ustedes mismos. Porque este cuento tiene que
completarlos cada uno según el momento del cuento en que esté. MM
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