Lectura: Mc 15,20b-40
Lo hicieron salir
para crucificarlo. Como pasaba por allí Simón de Cirene, padre de Alejandro y
de Rufo, que regresaba del campo, lo obligaron a llevar la cruz de Jesús. Y
condujeron a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa: «lugar del
Cráneo». Le ofrecieron vino mezclado con mirra, pero Él no lo tomó. Después lo
crucificaron.
Los soldados se
repartieron sus vestiduras, sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno. Ya
mediaba la mañana cuando lo crucificaron. La inscripción que indicaba la causa
de su condena decía: «El rey de los judíos». Con él crucificaron a dos ladrones,
uno a su derecha y el otro a su izquierda. (Y
se cumplió la Escritura que dice: «Fue contado entre los malhechores»)
Los que pasaban lo
insultaban, movían la cabeza y decían: ¡«Eh, Tú, que destruyes el Templo y en
tres días lo vuelves a edificar, sálvate a ti mismo y baja de la cruz!». De la
misma manera, los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban y decían entre
sí: «¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es el Mesías, el rey
de Israel, ¡que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos!». También lo
insultaban los que habían sido crucificados con Él.
Al mediodía, se
oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús
exclamó en alta voz: «Eloi, Eloi, lamá sabactani», que significa: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Algunos de los que se encontraban allí,
al oírlo, dijeron: «Está llamando a Elías». Uno corrió a mojar una esponja en
vinagre y, poniéndola en la punta de una caña le dio de beber, diciendo: «Vamos
a ver si Elías viene a bajarlo». Entonces Jesús, dando un grito, expiró.
El velo del Templo se
rasgó en dos, de arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que estaba
frente a él, exclamó: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!». Había
también allí algunas mujeres que miraban de lejos.
Meditación:
Mirando la Cruz,
podemos contemplar tanto la obra de Dios como las diversas actitudes de los
hombres. Vemos a Jesús que se entrega por nosotros, que lo hace hasta el final,
que no ahorra sufrimientos, que nos da su Espíritu. “No hay amor más grande que
dar la vida” (Cf. Jn 15,13).
Vemos también la
crueldad de los soldados, los insultos de muchos, la ayuda -forzada al
comienzo- del Cireneo, la compañía -a la distancia- de las mujeres…
Meditando la Pasión y
Muerte del Señor no sólo nos acercamos a su amor infinito sino que somos
transformados por ese amor. En la Cruz encontramos la mejor escuela de todas
las virtudes: allí vemos la paciencia, la entrega, la humildad, la
misericordia…
•
¿Tengo presente en mi vida lo que Cristo hizo por mí?
•
¿Uno mis sufrimientos a los del Señor Jesús por la salvación
de los demás?
•
¿Trato de luchar contra mis pecados, por los cuales Jesús
murió en la Cruz?
Oración:
Dulcísimo Jesús, Hijo
de Dios vivo, Dios y Hombre verdadero, Redentor de mi alma: por el amor con que
sufriste ser vendido de Judas, preso y atado por mi salvación: ¡Ten
misericordia de mí!
Benignísimo Jesús
mío: por el amor con que padeciste por mi alma tantos desprecios, irrisiones,
negaciones y tormentos en la casa de Caifás: ¡Ten misericordia de mi!
Pacientísimo Jesús
mío: por el amor con que por mi padeciste tantos falsos testimonios, afrentas,
injurias y acusaciones falsas en la casa de Pilato: ¡Ten misericordia de mí!
Mansísimo Jesús de mi
alma: por los desprecios, escarnios y burlas de la casa de Herodes; por los
azotes, corona de espinas y mofas sangrientas y condenación a muerte de la casa
de Pilato: ¡Ten misericordia de mí!
Piadosísimo Jesús de
mi alma: por todo lo que por mí padeciste en tu adorable Pasión, desde la casa
de Pilato hasta el monte Calvario, donde toleraste por mi amor el ser
crucificado para que yo me salvase: ¡Ten misericordia de mí, ten misericordia
de mí, ten misericordia de mí! Amén (San
Buenaventura).
Contemplación:
Contemplando la
imagen del Crucificado, repitamos en nuestro interior: “Hijo de Dios”.
Acción:
Tener siempre una crucecita o un
crucifijo para recordar el amor infinito de Dios y así tratar de corresponder.
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