La Cuaresma es
un tiempo especial en el año litúrgico, en el que los cristianos nos preparamos
para celebrar la Pascua, el misterio central de nuestra fe. La Pascua es la
victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, que nos abre las puertas de la
vida eterna. Pero para llegar a la Pascua, tenemos que recorrer el camino de la
Cuaresma, un camino de conversión, de libertad y de amor.
La Cuaresma nos
invita a recordar quién es Dios y quiénes somos nosotros. Dios es nuestro
Padre, que nos creó por amor y nos liberó de la esclavitud del pecado. Nosotros
somos sus hijos, llamados a vivir en su amistad y a seguir su voluntad. Dios no
se cansa de nosotros, sino que nos busca siempre con su misericordia. Nos dice:
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de
esclavitud» (Ex 20,2).
La Cuaresma nos
invita a imitar a Jesús, que fue conducido por el Espíritu al desierto para ser
probado en su libertad. Jesús resistió las tentaciones del diablo, que le
proponía falsos caminos de felicidad, y se mantuvo fiel al Padre. Jesús es el
Hijo encarnado, que asumió nuestra condición humana y nos mostró el camino de
la santidad. Durante cuarenta días, Jesús estará ante nosotros y con nosotros,
para ayudarnos a vencer nuestras propias tentaciones y a crecer en nuestra
libertad.
La Cuaresma nos
invita a entrar en el desierto, el espacio en el que nuestra libertad puede
madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. El
desierto es el lugar del silencio, de la soledad, de la oración, donde podemos
escuchar la voz de Dios y discernir su voluntad. El desierto es también el
lugar de la prueba, del combate espiritual, donde podemos fortalecer nuestra fe
y nuestra esperanza. El desierto es, finalmente, el lugar de la purificación,
del desprendimiento, donde podemos renunciar a todo lo que nos aleja de Dios y
de los demás.
La Cuaresma nos
invita a encontrar nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual
emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido. No estamos solos en el
desierto, sino que formamos parte de la Iglesia, el pueblo de Dios, que camina
junto a nosotros hacia la Pascua. La Iglesia nos ofrece la Palabra de Dios, que
ilumina nuestra mente y nuestro corazón. La Iglesia nos ofrece los sacramentos,
que nos alimentan y nos sanan. La Iglesia nos ofrece la comunión de los santos,
que nos animan y nos interceden.
La Cuaresma nos
invita a actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en
oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante
el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros
dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso
la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino
un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos
agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y
aislado se despertará.
La Cuaresma nos
invita a desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la
Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la
presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los
demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos
compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida
hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud. En la medida en que
esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un
estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza.
La Cuaresma es
el tiempo de la libertad y el amor. Es el tiempo de dejar atrás el pecado y la
muerte, y de abrazar la gracia y la vida. Es el tiempo de prepararnos para
celebrar con alegría la Pascua de Cristo, que nos hace partícipes de su
resurrección. Cn
No hay comentarios.:
Publicar un comentario