El
ofertorio es uno de los momentos de la Misa en el que Dios pide nuestra
especial participación. El pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, son
llevados al altar en procesión como símbolo de la ofrenda de cada uno de los
presentes. Pero ¿qué es realmente aquello que ofrecemos al Señor?
Manos
vacías
Volvemos
la mirada a nuestras manos y las encontramos vacías. Dios quiere hacer una
alianza con el hombre y le pide su parte del pacto y nosotros no encontramos
nada que ofrecer (Gen 17, 7-9). Si
quieres busca en tu memoria tus grandes méritos y tus grandes hazañas y ponlos
en tus manos. Te aseguro que serán pocos y aún así, ¿no habrá sido Dios mismo
quien te ha dado la gracia para realizarlos? Igualmente puedes preséntalos al
Señor. Dios acoge aquello que le quieras ofrecer y lo acepta con amor.
Dios,
en la persona del sacerdote, está al frente del altar viéndote entrar por el
pasillo. Te ve caminar hacia Él con tus manos llenas de triunfos, virtudes,
actos de caridad, limosnas. Le presentas aquello que crees que le va a honrar.
Sin embargo, cuando llegas y le muestras todo aquello que traes en las manos,
te mira con ternura a los ojos, coge todos tus logros, los pone a un lado y te
dice: “El honor más grande es tenerte a ti como hijo”. En ese momento te abraza
con fuerza y te acoge como hijo, seas como seas, con tus manos llenas o vacías.
Puedes escuchar en tu corazón esas palabras del Padre y descansar en Él.
Recuerda que Dios no pide nada y lo da todo.
Al
reconocer esta actitud de Dios, nos preguntamos: ¿Qué es lo que quiere Él? ¿Qué
hay en mí que le pueda agradar? ¿Qué ofrenda será grata a sus ojos?
La
voz de la Escritura
La
respuesta a esta pregunta la encontramos en la Sagrada Escritura. Dios nos
revela que: “no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo
aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y
humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal
51, 18-19). Siguiendo esta misma línea Cristo en el Evangelio nos responde
con palabras claras: “Si hubieseis comprendido lo que significa aquello de:
Misericordia quiero, que no sacrificios” (Mt
12, 7).
En
el acto penitencial, hemos aprendido a reconocer nuestra pequeñez, miseria y
limitación. Hemos visto la necesidad de vaciarnos para ser colmados por Dios.
La misericordia de Dios va más allá. Dios, sabiendo que no teníamos nada que
ofrecerle, nos invita a ofrecerle nuestra nada. “Os exhorto, pues, hermanos,
por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima
viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1).
La
ofrenda del pecador: él mismo
Puede
ayudar preguntarle: ¿Señor, qué quieres de mí?, ¿quieres que cumpla con mis
deberes como cristiano?, ¿esa es mi ofrenda? Y escuchar cómo te dice al
corazón: te quiero a ti. Dios quiere que nuestra ofrenda seamos nosotros
mismos. La alianza se sella con la sangre: Su sangre y la tuya (Mt 26, 28). Tu sangre, tu herida más
profunda, es la herida de tu pecado. Aprende a ofrecer aquello de lo que te
avergüenzas, aquello que deseas ocultar, aquello que no quieres que nadie vea;
ofrécelo. Será grato a los ojos de Dios. Porque: “Dios resiste a los soberbios
y da su gracia a los humildes” (Sant 4,
6).
Es
así como la miseria se convierte en nuestro mayor tesoro siempre y cuando
vivamos de esperanza. “En tu salvación espero, Yahveh” (Gen 49, 18). Para quien no se sabe abandonar en Dios, su miseria
se convierte en el mayor obstáculo para llegar a Él. Quien espera en el Señor,
su miseria lo lleva a la más íntima unión con Él (Sal 51). No hay nada que separe a esa alma de Dios. El alma que
confía se lanza hacia el Señor sin pensar dos veces si va a ser agradable o no
a sus ojos.
Abrir
las manos en el ofertorio
Estamos
acostumbrados a cerrar las manos para no mostrar la suciedad que hay en ellas.
Te invito a abrirlas ante el Señor durante el ofertorio. El Señor quiere ver
tus manos, quiere ver tu actitud de ofrenda. Quiere ver que en tus manos sucias
hay un corazón. Un corazón pequeño y herido pero totalmente suyo (Ez 11, 19-20). El corazón que Él mismo
ha creado y que conoce profundamente (Sal
139). Está deseando unir su Sagrado Corazón con el tuyo. No esperes más y
concédele el regalo de tu humilde corazón.
Oración
para el ofertorio
Puedes
acompañar tu ofrenda con esta pequeña oración:
Padre de bondad, me
presento ante ti sin nada. Todos los esfuerzos por merecer tu amor han sido en
vano. Me doy cuenta que no quieres de mí actos heroicos sino que me ofrezca
como soy. Tú conoces mi corazón, tú lo creaste, es por eso que te lo devuelvo
deseando que sea ésta la ofrenda agradable a tus ojos. Es poco lo que te doy
pero es mi todo. Acéptalo porque eres bueno y misericordioso.
Cuando
veas al sacerdote elevar el pan y el vino asegúrate de que tu corazón sea
también parte de esa ofrenda. Al sacerdote le corresponde la misión de ser
mediador entre Dios y nosotros. Es él quien, en nombre de todos, presenta el
objeto de la ofrenda al Padre (Heb.5, 1).
Es necesario que coloques toda tu alma en la patena y veas cómo se eleva al
Dios del cielo. Puedes unirte a las palabras del sacerdote y decirlas desde el
corazón. TG
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