La llamada a la conversión evoca casi siempre en
nosotros el recuerdo del esfuerzo exigente y el desgarrón propios de todo
trabajo de renovación y purificación. Sin embargo, las palabras de Jesús: “Convertíos
y creed en la Buena Noticia”, nos invitan a descubrir la conversión como
paso a una vida más plena y gratificante.
El evangelio de Jesús nos viene a decir algo que
nunca hemos de olvidar: “Es bueno convertirse. Nos hace bien. Nos permite
experimentar un modo nuevo de vivir, más sano, más gozoso”. Alguno se
preguntará: Pero, ¿cómo vivir esa experiencia?, ¿qué pasos dar?
Lo primero es pararse. No tener miedo a quedarnos a
solas con nosotros mismos para hacernos las preguntas importantes de la vida:
¿Quién soy yo? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Es esto lo único que quiero
vivir?
Este encuentro consigo mismo exige sinceridad. Lo
importante es no seguir engañándose por más tiempo. Buscar la verdad de lo que
estamos viviendo. No empeñarnos en ocultar lo que somos y en parecer lo que no
somos.
Es fácil que experimentemos entonces el vacío y la
mediocridad. Aparecen ante nosotros actuaciones y posturas que están arruinando
nuestra vida. No es esto lo que hubiéramos querido. En el fondo, deseamos vivir
algo mejor y más gozoso.
Descubrir cómo estamos dañando nuestra vida no
tiene por qué hundirnos en el pesimismo o la desesperanza. Esta conciencia de
pecado es saludable. Nos dignifica y nos ayuda a recuperar la autoestima
personal. No todo es malo y ruin en nosotros. Dentro de cada uno está operando
siempre una fuerza que nos atrae y empuja hacia el bien, el amor, la bondad.
La conversión nos exigirá, sin duda, introducir
cambios concretos en nuestra manera de actuar. Pero la conversión no consiste
en esos cambios. Ella misma es el cambio. Convertirse es cambiar el corazón,
adoptar una postura nueva en la vida, tomar una dirección más sana.
Todos, creyentes y no creyentes, pueden dar los
pasos hasta aquí evocados. La suerte del creyente es poder vivir esta
experiencia abriéndose confiadamente a Dios. Un Dios que se interesa por mí más
que yo mismo, para resolver no mis problemas sino “el problema”, esa vida mía
mediocre y fallida que parece no tener solución. Un Dios que me entiende, me
espera, me perdona y quiere yerme vivir de manera más plena, gozosa y
gratificante.
Por eso el creyente vive su conversión invocando a
Dios con las palabras del salmista: “Ten misericordia de mí, oh Dios, según
tu bondad. Lávame a fondo de mi culpa, limpia mi pecado. Crea en mí un corazón
limpio. Renuévame por dentro. Devuélveme la alegría de tu salvación” (Salmo
50).
Esta Cuaresma puede ser para ti un tiempo decisivo
para iniciar una vida nueva. JAP
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