Presbítero
Capuchino, 30 de Abril
Martirologio Romano: En
Fossombrone, del Piceno, en Italia, beato Benito de Urbino, presbítero de la
Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, que fue compañero de san Lorenzo de
Bríndisi en la predicación entre husitas y luteranos (1625).
Etimológicamente: Benito
= Aquel a quien Dios bendice, es de origen latino.
Nunca se es
completamente libre para poder elegir lo que uno quiera. Al menos eso es lo que
me pasó a mí. Porque yo nací en Urbino, una ciudad de las Marcas en la Italia
central, en septiembre de 1560 y dentro de una familia de nobles, los
Passionei. Fui el séptimo de once hermanos, y a los pocos días me bautizaron
imponiéndome el nombre de Marcos.
A los cuatro años me
quedé sin padre; y a los siete nos dejó también mi madre. Total, que los
tutores de la familia nos fueron criando y educando hasta que pudimos valernos
por nosotros mismos.
Por lo que a mí
respecta, aún recuerdo aquel 28 de mayo de 1582 cuando nueve ilustres
«lectores» del Estudio universitario de Padua me declaraban doctor en leyes, en
derecho civil y canónico, entregándome la toga, el birrete y el anillo
doctoral; tenía 22 años.
El mundo se abría
ante mí, y para conquistarlo de una forma más rotunda me hice presentar en el
ambiente de la nobleza romana, sobre todo eclesiástica. Pero la cosa no fue
como yo soñaba. El precio del éxito era demasiado caro para que me decidiera a
invertir en él, por lo que apenas aguanté un año en medio de ese ambiente que
me producía asco y también miedo.
De vuelta al pueblo
empezó a invadirme una especie de «crisis» espiritual. Mi vida iba tomado
sentido a medida que la soñaba como una entrega total a Dios y a la gente. Y
una forma de concretarla era haciéndome Capuchino.
Muchas tardes subía al
convento y me pasaba las horas muertas en la iglesia; hasta que me decidí a
comunicarle al P. Guardián mi voluntad de hacerme religioso. Pero todos se
pusieron en contra: los Capuchinos, mi familia, y hasta el obispo. A los
frailes les parecía que un señorito como yo no podría aguantar el rigor de la
vida capuchina. Para mi familia era demasiado duro tener que perder a uno de
sus miembros más cualificados; mientras que el señor obispo trataba de
desviarme hacia otra Orden menos austera, como eran los Camaldulenses.
Sin embargo, aunque
de naturaleza frágil y quebradiza, mi tenacidad era de acero, por lo que
insistí varias veces hasta conseguir que me admitieran en el Noviciado.
Recuerdo que al recibir en la calle la noticia de mi admisión pegué tal salto y
tal grito de alegría, que todos se quedaron extrañados, dada mi habitual
compostura y timidez. Mi gozo era tan grande que me fui directo al convento sin
pasar siquiera por mi casa a despedirme.
En el Noviciado lo
pasé francamente mal, debido a mi quebradiza salud; pero mi empeño por seguir
adelante -y mi enchufe con el General, que todo hay que decirlo- hizo que
pudiera profesar como Capuchino. Repartí todos mis bienes y comencé una vida
nueva.
Una vez ordenado
sacerdote y tras ejercer el ministerio por los conventos de las Marcas, me
enviaron a Bohemia, junto con S. Lorenzo de Bríndisi y otros hermanos, a
convertir a los protestantes. Menos mal que estuve poco tiempo, porque aquello
fue durísimo. De nuevo volví a las Marcas y allí se desarrolló toda mi vida.
Los que escribieron
mi biografía han dicho que me distinguí por tres cosas: por la cantidad y
calidad de la oración, por mi austeridad de vida, y por dedicarme al ministerio
de los pobres. Ellos sabrán.
Lo que sí os puedo
decir es que, después de abandonar mi vida de «señorito» y hacerme fraile,
estaba como seducido por esa presencia misteriosa que es Dios, de modo que
dedicaba a Él todo mi tiempo disponible; así fue como me salieron hasta callos
en las rodillas de estar arrodillado en su presencia. Sin embargo lo que más me
asombraba era experimentarlo como un Dios sufriente; de ahí que reflexionara
continuamente sobre la Pasión de Cristo.
Esto me hacía pensar
en mi frágil salud y en la urgencia de remediar las necesidades de los pobres.
Con frecuencia los enviaba a casa de mis hermanos para que los atendieran,
hasta el punto de que solían decir, en plan de broma: «Nuestro hermano el
fraile, no contento con haber distribuido todo lo suyo en limosnas, quiere
también repartir todo lo nuestro».
La verdad es que yo
me contentaba con poco, y hubiera estado dispuesto a repartirlo cien veces si
hubiera tenido algo que dar; pero sólo disponía de mi persona y del servicio
que pudiera prestar a los demás. Así que la mayoría del tiempo lo pasaba
predicando en los pueblecitos donde me llamaban, ya que, por lo visto, mi
oratoria no iba muy allá. Sin embargo yo me encontraba muy a gusto entre esa
gente pobre, pues eran más receptivos al Evangelio.
Y así estuve casi
toda mi vida, hasta que mi frágil cuerpo empezó a envejecer y a resistirse a
caminar. Ya al final de mis días, un hermano religioso, creyendo que estaba ya
en la agonía final encendió, como era costumbre, una vela; pero yo me di cuenta
y le hice una señal para que la apagara, porque todavía no me estaba muriendo.
Tardé tres días más, y el 30 de abril de 1625 me encontraba con la hermana
muerte.
La gente me veneraba
como un santo, hasta el punto de que tuvieron que cambiarme de sepultura y
guardarme en un lugar tan escondido, que estuvieron dos siglos sin encontrarme.
Por fin lo hicieron y pudieron beatificarme en 1867. Después de todo me cabe la
satisfacción de no ser un «santo» del todo, sino simplemente el beato Benito de
Urbino.
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