Texto del Evangelio (Jn 14,27-31a): En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Os dejo la
paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro
corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a
vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el
Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que
cuando suceda creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el
Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo
que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado».
«Mi paz os doy; no os la doy como la
da el mundo»
Comentario: Rev. D. Enric CASES i
Martín (Barcelona, España)
Hoy, Jesús nos habla
indirectamente de la cruz: nos dejará la paz, pero al precio de su dolorosa
salida de este mundo. Hoy leemos sus palabras dichas antes del sacrificio de la
Cruz y que fueron escritas después de su Resurrección. En la Cruz, con su
muerte venció a la muerte y al miedo. No nos da la paz «como la da el mundo»
(cf. Jn 14,27), sino que lo hace pasando por el dolor y la humillación: así
demostró su amor misericordioso al ser humano.
En la vida de los
hombres es inevitable el sufrimiento, a partir del día en que el pecado entró
en el mundo. Unas veces es dolor físico; otras, moral; en otras ocasiones se
trata de un dolor espiritual..., y a todos nos llega la muerte. Pero Dios, en
su infinito amor, nos ha dado el remedio para tener paz en medio del dolor: Él
ha aceptado “marcharse” de este mundo con una “salida” sufriente y envuelta de
serenidad.
¿Por qué lo hizo así?
Porque, de este modo, el dolor humano —unido al de Cristo— se convierte en un
sacrificio que salva del pecado. «En la Cruz de Cristo (...), el mismo
sufrimiento humano ha quedado redimido» (San Juan Pablo II). Jesucristo sufre
con serenidad porque complace al Padre celestial con un acto de costosa
obediencia, mediante el cual se ofrece voluntariamente por nuestra salvación.
Un autor desconocido
del siglo II pone en boca de Cristo las siguientes palabras: «Mira los
salivazos de mi rostro, que recibí por ti, para restituirte el primitivo
aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas,
que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes
de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados.
Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti,
que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol
prohibido».
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